• Cita •

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Se miraba en el espejo mientras terminaba de plancharse el pelo. Ya estaba completamente maquillada: base, rímel, sombra brillante en el párpado, gloss en los labios. Le preocupaba haberse pasado, verse demasiado sobrecargada, pero al mismo tiempo, quería estar más guapa que nunca. Quería estar perfecta.

Los días hasta el sábado habían pasado con una lentitud tortuosa. Con el pasar de cada uno, Ainara veía el día de la cena cada vez más t más cerca, y aquello le emocionaba y aterrorizaba a partes iguales. Los nervios habían llegado a ser tales que había confabulado en su mente maneras para escaquearse del plan: llamar a Robin y decirle que había contraído un virus que le había dejado postrada en la cama. Se había planteado seriamente hacerlo; pero sabía de sobra que el problema no era que no quisiese cenar con él, sino que le daba muchísimo miedo hacer el ridículo, o hacer algo mal. Y había llegado a la conclusión de que ese miedo iba a estar siempre ahí, y que tarde o temprano tendría que hacerle frente, aunque costase.

Había pasado toda la tarde sintiendo los nervios crepitar en su estómago. Nerviosa por no saber qué decir, cómo comportarse. Nerviosa por no estar a la altura del chico que le había invitado a salir. Nerviosa por ser demasiado niña en presencia de un chico seis años mayor que ella.

Se puso un bonito corset blanco que abrazaba su torso, con mangas de gasa, una falda negra con sus correspondientes medias y unos botines con un poco de tacón, que le sumaban unos pocos centímetros de altura. Se había observado y requeteobservado en el espejo, e todas las formas, ángulos y distancias posibles. Fue de repente consciente de partes de su cuerpo en las que rara vez se fijaba, de cada poro y cada marca, preguntándose en si Robin se fijaría en ellos, en todo lo que a ella no le gustaba. Dedujo que estando lo más guapa posible, se sentiría menos insegura.

A las nueve y media, puntual como un reloj, un Mercedes blanco en el que brillaban los reflejos de las farolas aparcó bajo su edificio. Él le informó por mensaje que ya estaba abajo. Ainara agarró el bolso, el abrigo, tomó aire produndamente para tranquilizarse y bajó.

Abrió la puerta del copiloto. Sentado al volante la recibió Robin, vestido con una exquisita camisa blanca remangada hasta los codos, mostrando sus antebrazos y las marcadas venas que los surcaban.

-Hola.- saludó, sonriente. Ainara, algo nerviosa, le correspondió al saludó mientras se sentaba, esperando que él no pudiese notar el ligero temblor de sus manos o el vigoroso latido de su corazón.

-¿A dónde me llevas?- inquirió mientras se abrochaba el cinturón, curiosa por tanto secretismo que había mantenido Robin al respecto del lugar de la cita.

-Ya lo verás.- contestó él, con misterio, arrancando el coche.

Condujo con suavidad por las calles de San Sebastián, hasta alejarse de la ciudad y llegar a las inmediaciones de Zarautz. Aparcó en un restaurante cerca del mar, con un exterior de mesas redondas centradas por velas en tarritos de cristal, y cubiertas por una pérgola de la que colgaban tiras con farolillos que daban un ambiente cálido y acogedor. Brillaba la luna en un cielo despejado. Lejos de la ciudad y de su contaminación lumínica, se veían a la perfección las estrellas.

Ainara, que se sentía diminuta junto a Robin, tanto por la edad como por la altura, dejó que fuese él quien hablase amablemente con la trabajadora de la recepción, que fue quien les condujo a su mesa, en el exterior. Aunque la noche era un poco fría, pequeñas estufas colocadas entre las mesas aislaba a los comensales de la gélida brisa de enero.

Tomaron asiento. Pidieron vino blanco que un camarero vestido de camisa sirvió en las copas de ambos.

-Estás muy guapa.- comentó el francés. Lo dijo con tanta solemnidad, con tanta intención tras sus palabras, que Ainara sintió que se le cortaba la respiración. Él, siendo el caballero que era, no desvió en ningún momento la mirada hacia su escote o sus piernas desnudas.

𝐄𝐧 𝐥𝐚 𝐢𝐧𝐭𝐢𝐦𝐢𝐝𝐚𝐝 | 𝐏𝐞𝐝𝐫𝐢Donde viven las historias. Descúbrelo ahora