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Quinto día en la villa. La tormenta del día anterior se había disipado por completo, y aquella mañana amaneció con un cielo completamente despejado, casi como si el vendaval hubiese sido un mal sueño.

Ainara se había despertado aquella mañana más temprano de lo habitual; cuando el sol apenas estaba empezando a asomarse por el horizonte, tiñiendo el cielo de suaves tonos pastel y disipando los restos de estrellas que quedaban de la noche. Junto a ella, Pedro todavía dormía, respirando con suavidad. Era tan adorable, tan manso cuando estaba dormido, que no le apetecía molestarlo. Se puso en pie y se acercó al ventanal, observando cómo los tímidos primeros rayos de sol comenzaban a alumbrar, a lo lejos, la playa, vacía a aquellas horas. El mar en calma era tentador, el murmullo de las olas casi parecía susurrar una invitación a zambullirse en ellas.

Sin nada mejor que hacer, decidió ponerse el bikini y una simple camiseta blanca por encima, sin molestarse en ponerse pantalones. A aquellas horas, no habría nadie por la calle para fijarse en ella. Con la toalla bajo el brazo, se arrodilló al pie de la cama, y contempló, mordiéndose el labio inferior, a Pedro, guapísimo incluso durmiendo. Dejó un suave beso en su mejilla antes de salir del cuarto y bajar a la playa.

Extendió la toalla sobre la arena y se quitó la camiseta. La ventaja de bañarse a aquellas horas era que no tenía que preocuparse por perder la ubicación de sus cosas; no había absolutamente nada más ocupando la arena. Se sumergió, y el frío abrazo del agua salada en su cuerpo terminó de despertarla. Conforme el cielo se iluminaba más y más, nadó con vigorosas brazadas hasta que dejó de sentir el frío, y después dejó que el suave vaivén de las olas arrastrarse a su cuerpo de vuelta a la orilla.

Tomó asiento sobre la suave arena, dejando que fuesen los rayos de sol cada vez más prominentes los que secasen su piel. Con la barbilla apoyada sobre sus rodillas y el pelo húmedo goteando por su espalda, contemplaba con aire distraído las olas de aquel mar, tan similar y al mismo tiempo tan distinto al de San Sebastián, a donde volvería en tan sólo dos días. Cuando aquello sucediese, ¿qué ocurriría entre ella y el chico que había dejado durmiendo en la villa?¿Seguirían encontrándose entre partido y partido, como había sucedido a lo largo de aquel año?¿Dejarían de verse? Los pensamientos nacían y morían en su mente, como las olas que rompían contra la arena para volver a ser sustituidas por otras; un ritmo constante que nunca cesaba. Y al igual que éstas dejaban su estela húmeda en la arena seca, los pensamientos obsesivos creaban estocadas en su corazón; el mar reclamaba su lugar en la tierra, sus pensamientos reclamaban su lugar en sus sentimientos. Todavía no se había atrevido a hablar del tema con Pedro. Irónicamente, una futura psicóloga tenía demasiados problemas para establecer límites con los demás.

Observaba el inalterable vaivén de la marea, el anaranjado cada vez más intenso del cielo, la arena dorada, que se humedecía por el suave lamer de las olas. Quería recordar cada detalle, sintiendo una nostalgia prematura, sabiendo que, en cuestión de días, echaría muchísimo de menos todo aquello. Desconocía si echaría de menos la isla, o estar con Pedro.

𝐄𝐧 𝐥𝐚 𝐢𝐧𝐭𝐢𝐦𝐢𝐝𝐚𝐝 | 𝐏𝐞𝐝𝐫𝐢Donde viven las historias. Descúbrelo ahora