Preludio.

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Ya no había lugar para estaciones intermedias como el otoño o la primavera. Todo lo que quedaba eran inviernos implacables y veranos sofocantes. Los inviernos, cada vez más crueles, llegaban con tormentas que parecían nunca acabar. Aquellas tormentas no sólo traían consigo el peso de la nieve y la lluvia, sino también la furia de los rayos y vientos tan poderosos que arrancaban los techos de los hogares más humildes, aquellos que no contaban con la protección que el gobierno ofrecía a unos pocos privilegiados. Las familias que vivían bajo esas condiciones miraban con impotencia cómo sus casas se desmoronaban ante la fuerza incontrolable de la naturaleza.

El verano no era más amable. La escasez de alimentos era alarmante. En cada esquina, lo único que se encontraba eran latas con comida repleta de conservantes, químicos que, si bien ayudaban a calmar el hambre, con el tiempo traían consecuencias graves para la salud. Pero eso no preocupaba a los que gobernaban. Para los ministros y altos mandos, envenenar a los más pobres no era un problema; más bien, resultaba ser una estrategia eficaz. Reducir la población parecía un objetivo en sí mismo, dejando sólo a aquellos que podían sobrevivir gracias a su salud privilegiada o, más importante aún, a su abultada billetera. Los ricos eran los que realmente contaban, los que veían desde sus cómodas residencias cómo el mundo se caía a pedazos para los demás.

Nadie creía en Dios. Las iglesias, una vez imponentes y llenas de vida, habían sido reducidas a escombros, destruidas por el gobierno en su implacable afán por borrar cualquier rastro de fe que no estuviera dirigido hacia el presidente. Los pocos que todavía conservaban sus creencias eran considerados herejes, criminales por atreverse a adorar algo diferente. Los arrestaban, los metían en prisión sin juicio, como si su simple existencia fuera una amenaza para el sistema. La religión, en cualquiera de sus formas, era un delito.

El país estaba dividido de forma cruel y visible: enormes muros separaban a los ricos de los pobres, cortando las ciudades en dos mundos opuestos. De un lado, la opulencia, los jardines cuidados y las casas modernas. Del otro, la miseria, los edificios en ruinas y las calles desgastadas por el abandono. Los ricos vivían aislados en su burbuja, protegidos por esos muros que simbolizaban su poder, mientras que los pobres se veían forzados a sobrevivir con lo poco que se les permitía tener.

Era increíble lo escasos que eran los recursos para quienes no poseían riquezas o un apellido influyente. A pesar de trabajar de sol a sol, bajo tormentas interminables, fríos que calaban los huesos o un calor tan intenso que quemaba la piel, sus esfuerzos no se traducían en una vida digna. Si no tenías una “buena genética”, si no pertenecían a una familia reconocida, su trabajo era casi insignificante. Apenas ganaban lo justo para sobrevivir el mes, y eso, si la suerte les sonreía.

Park Jimin había nacido con la desdicha de pertenecer a una familia que nunca tuvo más que lo justo para sobrevivir. Su hogar se levantaba en uno de los barrios más humildes, donde los techos eran de chapa oxidada y las paredes apenas lograban mantenerse en pie. Pocas cosas se salvaban del desgaste de la miseria, pero una de ellas era la fe de los Park. En medio de tanta pobreza, su familia se aferraba a la religión como si fuera la única tabla de salvación. Sin embargo, en aquellos tiempos, la fe no era algo que se podía mostrar abiertamente, así que escondían su devoción como si fuera algo ilícito.

La biblia, un objeto prohibido, la tenían oculta bajo la cama, en una caja de zapatos que apenas se sostenía de lo vieja y desgastada que estaba. Parecía un escondite insignificante, pero cumplía su propósito. La policía rara vez se molestaba en registrar ese sector olvidado por el resto del mundo. Las patrullas pasaban de largo, sabiendo que en esos hogares no encontrarían más que pobreza y desesperanza. Los Park creían que estaban a salvo, al menos por un tiempo.

Pero la suerte de Jimin y su familia cambió de golpe un domingo, al caer la tarde. El día había transcurrido como cualquier otro, con Jimin volviendo de su trabajo, agotado pero satisfecho de haber cumplido con su jornada. El ambiente tranquilo del barrio fue interrumpido por el sonido de las sirenas que se acercaban con rapidez. Una patrulla de policías irrumpió en su casa sin previo aviso, decidida a registrar cada rincón.

HECATOMBE 神 KOOKMINDonde viven las historias. Descúbrelo ahora