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La cárcel era un lugar escalofriante, donde el horror se apoderaba de cada rincón. Los muros de concreto se alzaban en pisos interminables, formando un laberinto sin salida, donde los prisioneros aguardaban su final en una agonía interminable. No había redención para los encarcelados allí, sólo una espera tortuosa hacia la muerte. Los más desafortunados morían de hambre, consumidos por una lenta y desesperante inanición. Otros se convertían en el entretenimiento de los reclusos verdaderamente peligrosos, quienes encontraban placer en la crueldad. Y luego estaban aquellos cuyo destino final era aún más indigno, utilizados como alimento para los perros salvajes que merodeaban por los pasillos.

El edificio en sí era un monstruo de piedra, imponente y aterrador. Se erguía como la estructura más colosal jamás construida, con una altura descomunal de 830 metros. Sus innumerables salas de tortura, cada una más macabra que la anterior, parecían diseñadas específicamente para quebrar el alma de cualquier ser humano. Apenas un par de ventanas se podían encontrar cerca de la entrada, pero incluso allí la luz apenas se atrevía a entrar. La oscuridad era dueña absoluta del lugar, cubriendo todo como un velo pesado que ahogaba la esperanza y el sentido de realidad. Los prisioneros no sólo eran cautivos en sus celdas, sino también en una eterna noche que los cegaba tanto por dentro como por fuera.

El ambiente era indescriptiblemente nauseabundo. Las celdas estaban impregnadas de sangre seca, excrementos y orina, un festín repugnante que nunca se limpiaba. Los presos compartían ese hedor día tras día, con los sentidos entumecidos por el tiempo. Algunos, incapaces de soportar más, vomitaban, y en un acto desesperado, tragaban su propio vómito para calmar el hambre insoportable. La necesidad de sobrevivir los había llevado a un estado tan degradante que lo inhumano se volvía cotidiano.

No todos los que estaban ahí, a pesar de llamarse cristianos, eran buenas personas. La cárcel, ese lugar que se tragaba cualquier esperanza, los había transformado de maneras que pocos hubieran imaginado. Algunos seguían creyendo, aferrados a su fe como último refugio, pero la gran mayoría había dejado de lado cualquier noción de Dios, como si ese ser omnipotente los hubiera olvidado en algún rincón oscuro del universo.

Cada mañana, los altavoces retumbaban con los discursos del presidente. Hablaba con una mezcla de solemnidad y frialdad sobre la religión, calificándola como el opio del pueblo, repitiendo las palabras de Karl Marx como si fuesen una verdad incuestionable. En sus discursos, denunciaba a los radicales, aquellos que se oponían al gobierno, como marionetas de una élite que manipulaba a los pobres con la promesa de un Dios que jamás se manifestaba.

Los presos escuchaban esas palabras, día tras día, mientras las paredes frías y las rejas oxidadas los hacían sentir más aislados que nunca. Jimin veía cómo la fe se desvanecía en sus compañeros, consumidos por la desesperanza y el miedo a morir de formas inimaginables. Las palabras del presidente resonaban en sus mentes, y aunque muchos intentaban resistir, era difícil no caer bajo el peso de la realidad que los aplastaba. Allí, en la cárcel, la fe ya no era el consuelo que alguna vez había sido; era sólo un recuerdo de tiempos mejores, de una libertad que ya no tenían.

“Dios no es más que una palabra para explicar el mundo,” había escuchado Jimin una vez de uno de los ancianos del recinto. El hombre estaba en los huesos, su piel arrugada parecía haber sido vencida por el tiempo. Sus cabellos grises, descuidados, le caían sobre los hombros, y su mirada, perdida y vacía, hablaba de una vida larga y probablemente llena de desilusiones. Jimin no podía evitar compararlo con su abuelo, quien había fallecido años atrás por causas naturales. Había tenido la suerte que pocos conocían: morir sin ser víctima de la violencia que devoraba al mundo. Era una suerte para los pobres, que muchas veces no tenían más destino que una muerte rápida y sin sentido.

El mundo se había derrumbado, y todo lo que alguna vez fue conocido parecía haber desaparecido. Jimin aún recordaba la transición. Un día la fe era un pilar, un refugio, y al siguiente, la duda se había filtrado en la mente de las personas como una enfermedad. Los actos antes considerados pecaminosos eran vistos ahora con indiferencia, como si el concepto de pecado no hubiera sido más que una fábula diseñada para controlarlos. Sin miedo a un castigo después de la muerte, las personas comenzaron a actuar sin remordimientos, como si el fin del juicio divino les hubiese dado permiso para liberarse de toda responsabilidad.

HECATOMBE 神 KOOKMINDonde viven las historias. Descúbrelo ahora