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En el mundo de los pobres, existía una regla tácita, una especie de ley no escrita que dictaba la vida de aquellos que nacían en la miseria. Si un hijo nacía con una genética privilegiada, la familia podía esperar con ansias el día en que el niño cumpliera dieciocho años. Aquel momento se convertía en una oportunidad de oro para deshacerse de él, venderlo a algún rico que estuviese dispuesto a pagar una suma considerable, y así asegurarse una vida sin la necesidad de trabajar, todo gracias a un dinero manchado de inmoralidad que el gobierno proporcionaba.

Aquellos que destacaban por su belleza casi sobrenatural eran objeto de codicia, convertidos en meros artículos de placer para los adinerados. Las mujeres hermosas eran entregadas a familias ricas que no tenían el privilegio de tener hijos propios. Eran tratadas como herramientas, utilizadas para llevar a cabo la noble tarea de la procreación. Y, tras esos nueve meses de espera, una vez que daban a luz, eran desechadas como si fueran envases vacíos, su vida ya no tenía valor, habiendo cumplido su única función en un mundo que no les otorgaba dignidad.

Los hombres que destacaban por su atractivo físico también sufrían un destino similar. Su belleza, más que ser un tesoro, era vista como un desperdicio, un recurso sin propósito. Eran utilizados para satisfacer los deseos de los ricos, pero no se esperaba de ellos nada más que eso. Algunos eran tratados como meros objetos, muñecos inflables desprovistos de voz y voluntad, mientras que otros terminaban sirviendo como esclavos domésticos, limpiando baños y realizando tareas humillantes.

Park Jimin había sido condenado desde el momento en que vio la luz del día. Nacer con un rostro tan bello no era una bendición, sino una trampa, un boleto de entrada a una vida que nunca sería realmente suya. Sus padres lo sabían, y lo cuidaron no por amor, sino por la promesa de riqueza que él representaba. Mientras él crecía, ellos se ocupaban de mantener una fachada de padres ideales, orgullosos de su hijo, pero en el fondo, aguardaban el momento en que pudieran aprovecharse de él. No había espacio para principios cuando la pobreza apretaba. Así, el día que Jimin cumplió la mayoría de edad, sus ilusiones de tener una familia se esfumaron junto con la máscara de bondad de sus padres. Era un negocio, y él, la mercancía.

— ¿Todavía piensas en lo de tus padres? — Susurró Jungkook, su voz cargada de una fatiga palpable al observar el rostro demacrado de Jimin.

Había entrado en la celda decidido a cumplir su promesa de sacarlo de ese lugar, un acto que debería haber sido sencillo. Los novatos que habían estado de guardia lo habían encadenado esa tarde, convencidos de que así evitarían cualquier intento de Jimin por atacar al “gran mandamás Jungkook”. Sin embargo, esas cadenas no eran más que un recordatorio del desprecio que le profesaban. El peso del metal lo arrastraba hacia abajo, y el collar que lo sujetaba se clavaba en su piel, desgastando su espíritu. Se sentía como un animal acorralado, despojado de toda dignidad, como si un trozo de su esencia se hubiese drenado en aquel lugar oscuro.

— Ya no sé qué pensar. — Murmuró Jimin, sus manos temblorosas apretando las cadenas que lo mantenían prisionero, como si de ese modo pudiera aferrarse a algún tipo de control.

— No tengo intenciones de llevarte a mi casa, junto a mi desagradable esposa, pero tengo una vieja cabaña. Eso servirá…

— ¿Por qué estás haciendo esto? — Preguntó Jimin, con un aire de sorpresa que apenas podía disimular. La incredulidad se reflejaba en sus ojos, llenos de desconfianza —. Yo no valgo nada.

— Vales mucho. — Respondió Jungkook con una voz que sonaba casi reflexiva —. Pagaron una fortuna por ti antes de que todo se arruinara…

No arrastró a Jimin como a un cachorro a la perrera; su toque fue suave, firme, y, sin embargo, no dejó de ser desconcertante. Jimin sintió una extraña calidez en el contacto, a pesar de saber que Jungkook era el asesino de su familia, aquellos que supuestamente lo habían traicionado hasta el punto de venderlo en su cumpleaños. Esa traición, esa sombra de dolor y rencor, lo mantenía en un estado de confusión. No quería pensar en Jungkook como un héroe, porque sabía que no lo era; seguía siendo un asesino, y eso no cambiaría con un simple gesto de bondad.

HECATOMBE 神 KOOKMINDonde viven las historias. Descúbrelo ahora