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La frialdad con la que los prisioneros eran tratados era abrumadora, casi inhumana. Cada día Jimin sentía que algo dentro de él se apagaba lentamente. El ambiente opresivo lo envolvía por completo. A veces, en medio del silencio roto por los gritos lejanos, comenzaba a imaginarse a sí mismo como un simple animal, uno marcado para morir, como si su existencia hubiera sido reducida a la de un producto que ya estaba por caducar. El único consuelo que le quedaba era una pequeña esperanza absurda: que de algún modo, frente a esas rejas oxidadas, su destino pudiese cambiar de la noche a la mañana.

Su cuerpo delgado, apenas una sombra de lo que había sido, estaba cubierto de mugre. Las manos, una vez firmes, ahora temblaban y su piel, antes suave, parecía curtida por el polvo y la suciedad. Se veía y se sentía como un cerdo revolcándose en el barro, sin la menor dignidad. Sus huesos se marcaban de manera tan pronunciada que parecían estar al borde de atravesar su piel. Todo en él era frágil. La poca energía que le quedaba se iba consumiendo, día tras día, con cada pedazo de pan rancio que lograba meter en su boca. Cada mordida le recordaba que, aunque su cuerpo seguía moviéndose, su voluntad de seguir adelante estaba agotándose.

La fe, su último refugio, empezaba a tambalearse. En medio de las frases pesimistas que resonaban en los pasillos y al contemplar su propia miseria, Jimin se preguntaba qué clase de Dios permitía que sus creyentes sufrieran de manera tan cruel. A veces, al escuchar las historias de otros prisioneros, le llegaban rumores de aquellos que, en un intento desesperado, se mutilaban sólo para sentir algo, para llevarse a la boca una pequeña porción de “alimento” que no era más que un pedazo de ellos mismos. Esa imagen le resultaba insoportable, pero la duda ya había echado raíces en su interior. Era el tipo de desesperación que sólo el encierro podía provocar. Sin darse cuenta, esas paredes lograban deformar la mente de quienes estaban atrapados, empujándolos a aceptar lo impensable, a perder poco a poco la cordura que un día los había definido.

Con el paso del tiempo, algunos ancianos empezaron a prestar más atención a las palabras del presidente. Sus discursos, cargados de promesas vacías, lentamente les hacían dudar de su propia realidad. Sin embargo, no se dejaban arrastrar al fanatismo que ya consumía a las clases más acomodadas. Los ricos, en su ceguera voluntaria, se entregaban con devoción a esas ideas, formando una peligrosa combinación de extremismo y fantasía. No cuestionaban lo que se les decía, aunque el mundo estuviera al borde del colapso. No les hacía falta dudar, ya que nunca atravesarían los muros que revelaban la verdad con una claridad aterradora.

Jimin se había destrozado los nudillos en uno de sus violentos estallidos de rabia. La sangre brotaba lenta pero constante, manchando su mano antes de deslizarse por su ropa arrugada y gastada. Había golpeado la pared hasta que sus fuerzas se agotaron, como si ese gesto frenético pudiese arrancarle de raíz la furia, la tristeza, y esa angustia tan sofocante que le oprimía el pecho. Los gritos, aunque potentes, no lograban desatar el nudo que sentía atorado en la garganta, ese que le impedía respirar en paz.

— Agh, qué asco das. — Dijo Jungkook con desprecio, pero había algo en su tono, como si su propio hastío lo estuviera agotando. Estaba frente a la celda como hacía cada día, observando, pero sus palabras eran pocas y cada vez más escasas. Se limitaba a mirarle en silencio, quizás esperando una respuesta, una reacción. Pero las preguntas como esa, simples y cargadas de una frustración contenida, eran lo único que lograba articular últimamente —. Necesitas bañarte. ¿Por qué no lo haces?

La respuesta vino tan rápido y cruda que el silencio se volvió casi incómodo.

— Intentaron aprovecharse de mí.

Jungkook apretó la mandíbula, pero no dijo nada. La hora del baño era una condena más en ese lugar. Las duchas, lejos de ser un alivio, eran un territorio peligroso. Cientos de hombres, todos ellos hambrientos de sexo, de poder, de cualquier cosa que les hiciera sentir menos prisioneros, más vivos. Sus deseos distorsionados por el encierro se manifestaban en las formas más brutales, convirtiéndolos en algo mucho peor de lo que ya eran. Aquellos que no podían defenderse, los que aún tenían un resquicio de fe o simplemente no encajaban en la ley del más fuerte, se volvían presas fáciles.

HECATOMBE 神 KOOKMINDonde viven las historias. Descúbrelo ahora