18. El amor antes que cualquier cosa.

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Era la primera mañana de abril. La elegante mujer de cabellos castaños y dos mechones blancos que le daban un toque de autoridad, bajó las escaleras de su Mansión en Londres.

Sus zapatos de tacón mediano resonaron cuando hubo terminando el camino de las escaleras forradas en alfombra, para comenzar el trayecto sobre el costoso piso de mármol.

Al llegar a las puertas del comedor, dos de sus sirvientes le abrieron las puertas.

-Buen día, señora Granger. -le dijeron al unísono, mientras inclinaban ligeramente la cabeza.

-Buen día. -les respondió con voz solemne y amable a los jóvenes.

Caminó a un costado de la larguísima mesa de cedro oscuro hasta llegar al lugar que le pertenecía, el sitio contrario al que solía sentarse su querido esposo en vida.

Un aire nostálgico invadió el ambiente cuando a su memoria llegó el recuerdo de las constantes peleas con Richard sobre su rebelde hijo cuando era un joven.

-Rosie, por favor, Edward ya es mayor de edad. Ha tomado su decisión. -le dijo el hombre de cabello negro.

-¡Pero Richard! ¡No podemos permitir que renuncie a su herencia! Mucho menos a su estatus. ¿Quién heredará todo nuestro patrimonio entonces, si él es nuestro único hijo? -exclamaba la mujer, haciendo aspavientos con las manos.

El señor Granger se puso de pié, levantándose de su cama y colocando sus manos sobre los hombros de su esposa.

-Tranquilízate, querida. Te aseguro que se lo pensara mejor y terminará regresando a casa. -inquirió su marido, depositando un beso en la mejilla de ella.

Rose suspiró, intentando contener una lágrima traicionera que amenazaba con surcar su rostro. Era tan doloroso traer a memoria que tan sólo meses de aquella discusión que tuvo con su amado Richard, había enviudado.

Recordó tristemente como fue notificada de que el avión en que su esposo viajaba se había desplomado a varios miles de metros del suelo. Era doloroso recordar los acontecimientos más tristes de su vida.

Había amado a Richard como jamás pensó que amaría. Él era su todo, hasta que su hijo nació; convirtiéndolos a ambos en su razón de vivir. Sin embargo, uno de sus motivos de vida había fallecido, y el otro simplemente después de asistir a los funerales de su padre, había desaparecido de la vida de ella por años.

Su hijo regresó a verla diez años después, con un título de odontólogo en la mano -que a pensar de ella, era muy poco para lo que tenía pensando para Edward- y una esposa. También se llevó la sorpresa de que se había convertido en abuela hacía algunos pocos meses, y aunque al principio sintió ganas de estrangular a su propio hijo por dejarla sola tanto tiempo, inmediatamente lanzó a la borda todo deseo asesino.

La pequeña Hermione se había vuelto la luz de sus ojos desde la primera vez que la vió. Y es que sus iris eran de un color tan igual que los de su amado Richard. Además que era su nieta, sangre de su sangre, una niña que en algunos años se convertiría en una elegante señorita de sociedad. Porque estaba claro que ella lucharía con uñas y dientes para que su hijo y su nuera le permitieran criarla como ella lo fué.

Enseñándole protocolos, comportamientos de una dama, y todas aquellas reglas que debía tener siempre presentes al ser parte de un círculo de alto nivel social. Círculo al que ella pertenecería.

Y lo hubiera intentado, pero tan pronto como su vástago regresó a verla a la mansión, rechazó inmediatamente cualquier herencia.

Las constantes peticiones de Rose para que le permitieran criar a Hermione, provocaron que de nuevo se creara una barrera de distanciamiento madre-hijo. Ya no la visitaban tan seguido, y cualquier reunión con la señora Granger era estrictamente en festividades privadas, pues aunque ella solía invitarlos a las grandes fiestas que hacía, nunca asistían.

Los Celos de un Slytherin Donde viven las historias. Descúbrelo ahora