38. Traéme de vuelta a la vida.

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Annabeth yacía postrada en la incómoda cama del hospital. Una manguera estaba conectada a una de las venas de su mano, la cual supuso que era suero.

Sus párpados se sintieron pesados al momento que abrió los ojos, y vislumbró que se encontraba sola en aquella habitación que inmediatamente reconoció como de un hospital.

Tenía una jaqueca terrible, e inmediatamente reconoció los síntomas. No estaba siendo víctima de una fiebre o un simple resfriado... no...

Ella sabía perfectamente lo que le sucedía, y mentalmente rezaba a todas las deidades que nadie se hubiera enterado de su condición.

El dolor de cabeza punzante, sus ojos húmedos e irritados, la piel amarillenta, la debilidad, el dolor de huesos, los latidos rápidos de su corazón y la dificultad para respirar; eran los síntomas de esa enfermedad.

Apretó los ojos con fuerza rogando que nadie se enterara... mucho menos Theodore.

Un suave clic de la puerta la hizo dirigir su mirada hacia la entrada de la sosa habitación de paredes azul claro.

Su mejor amiga, la única que se acordaba de ella.

Hydria tenía su mirada plateada humedecida y la nariz roja por el llanto. Sin tomarse un segundo más, se acercó a la rubia, abrazándola con delicadeza. Annabeth sonrió mientras dejaba caer unas cuantas lágrimas en el hombro de su amiga, lágrimas que sólo se permitía derramar enfrente de ella y de su hermano.

—¿Cómo estás? —le preguntó Hydria separándose de ella mientras se sentaba en una silla junto a la cama.

—Bastante adolorida, pero nada más que un simple resfriado —sonrió débilmente.

Hydria la miró seria antes de que sus ojos se volvieran a humedecer. Annabeth, notando su semblante, desvió la mirada.

Ya se había dado cuenta.

—Annie, se activó la maldición, ¿cierto? —su voz atemorizada y triste logró que un nudo se formara en la garganta de Rosier.

—Drya, no lo creo... tranquila —acotó insegura.

La azabache se puso de pié, comenzando a dar vueltas por la estancia mientras se pasaba la mano por sus rizos oscuros a la par que sus lágrimas salían a borbotones de sus ojos.

—¡Lo es! ¡Es la jodida maldición! ¡La misma que... —se mordió la lengua antes de decir una estupidez.

Annabeth negó con la cabeza mientras se cubría mejor con la horrible sábana de San Mungo.

Estaba comenzando a tener mucho frío.

—La misma que mató a mi madre. Puedes decirlo con tranquilidad, ya no me afecta —«tanto». Quiso articular.

Hydria regresó a su lugar junto a ella, enjugándose las lágrimas en un delicado pañuelo de seda azul eléctrico.

—Debe haber alguna alternativa... —sollozó mirándola— Tú no puedes...

La chica tomó la mano de su mejor amiga, la joven con la que creció y que llegó a querer como a una hermana.

—No hay cura —acotó con simpleza.

Unos golpes en la puerta interrumpieron la conversación.

—Adelante —dijo Annabeth, luego de haberse limpiado cualquier rastro de lágrimas.

Los ojos de Annabeth brillaron por una fracción de segundos al instante en que Theodore Nott entró al cuarto.

Llevaba el cabello revuelto y el traje azul oscuro aún sucio por la batalla de la que acababan de volver, no obstante, su elegancia estaba intacta.

Los Celos de un Slytherin Donde viven las historias. Descúbrelo ahora