35. ¿Dónde estás Hermione?

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Dolor punzante. Dolor agonizante.

En dos lugares muy alejados el uno del otro, a kilómetros y kilómetros de distancia... Dos cuerpos, dos almas compartían un mismo sufrimiento: Dolor.

Hermione sentía como las lágrimas secas comenzaban a pesarle en las mejillas, como la sangre aglutinada manchaba lo que antes fueron unos delicados rizos. Sentía la madera dura y fría de aquella casa calarle como hielo en la espalda. Tenía fiebre y lo sabía, pues desde hacía varias noches (de las cuales ni la cuenta llevaba) un sudor frío la invadía. Llevaba puesto aquel mismo veraniego vestido que usó ese martes por la mañana en que fue secuestrada. Ya no era una fina prenda rosa pálido, ahora solo era un prenda desgarrada y llena de sangre y suciedad.

Tenía hambre. Muchísima. Bellatrix normalmente le daba de comer cada dos días un pedazo de pan duro y un cuenco de agua hirviente. Esa mujer era una maldita.

No sabía cómo había sobrevivido tanto tiempo, pues estaba segura de que ya habían pasado mínimo, unos treinta días desde que fue secuestrada.

Treinta días en los que al cerrar los ojos para soportar un Crucio más, un corte más; los ojos de Draco Malfoy la miraban desde su mente. Cada vez que la castaña cerraba los ojos para aminorar un poco más su sufrimiento, dibujaba en su mente la figura de Draco mirándola con ternura mientras le pedía, no, le exigía que sobreviviera. Que luchara por su vida, que ella era una guerrera y que tenía que esperar a cuando él fuera en su rescate. Imaginaba que él la salvaría, que la cargaría en brazos y la besaría para después dejarla morir feliz.

No. Ella le decía que deseaba un último beso antes de morir. Él le miraba aterrorizado y la abrazaba con fuerza para susurrarle al oído: No, no, no. No te irás, no te alejarán de mis brazos. No de nuevo.

Volvía a la realidad cuando la mujer de ensortijados cabellos negros la torturaba con magia oscura cada vez más potente. Ya ni siquiera sabía si eso verdaderamente era un Cruciatus o algo más.

Seguramente algo de su invención, ya que sabía que la maldición imperdonable no provocaba estragos físicos; sin embargo, ésta sí.

Cada vez que profería la maldición de tortura que ella desconocía, un sinfín de cortes aparecían en su cuerpo como de delgadas cuchillas que se clavaban con fuerza hasta sus entrañas.

Y luego ella gritaba, y gritaba y gritaba hasta que su garganta dolía y su cabeza amenazaba con explotar.

—Pequeña sangre sucia maldita —canturreó la malvada mujer, acercándose a ella y mirándola con desprecio antes de lanzarle un frasquito.

Hermione lo tomó entre sus débiles y delgadas manos para mirarlo bien.

—E–es p–poción... —masculló sin fuerzas.

—Rebastecedora de sangre, sí —espetó con disgusto.

—¿Por qué? —inquirió mirando el frasco con devoción.

Lestrange se agachó lentamente hacia ella, y sin que la chica se diera cuenta, pasó la daga por su piel haciendo un corte largo desde el interior del codo derecho hasta las muñeca.

Hermione ni siquiera pudo gritar esta vez. Su garganta estaba tremendamente lastimada, y siendo sinceros, aquel corte no se comparaba al dolor de las torturas mágicas.

Los Celos de un Slytherin Donde viven las historias. Descúbrelo ahora