III

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El centurión que me dejó en la casa de mi nuevo amo se llamaba Pompeius, y venía de Córcega.

Es todo lo que supe de él. Hubiera investigado más, si hubiera tenido el ánimo y el conocimiento para hacerlo. Todos mis sentidos estaban demasiado centrados en la pérdida de mis padres como para pensar en nada más. Ya nunca, nunca los volvería a ver. Eso era un hecho.

Iba a tener que aprender mucho, y en poco tiempo.
Iba a tener que aprender a manejarme en una lengua extraña y desconocida para mi, iba a tener que aprender a olvidar el pasado y asumir mi nueva y deplorable vida.

Eran demasiadas cosas que asumir en un solo día ; no sé siquiera si pudiera haberlo hecho en meses. Pero no había otra opción. Es lo que me tocaba, es lo que me esperaba vivir.

Mi nuevo señor, Gaius, y su pequeña propiedad, se encontraban en el sur de la Galia Narbonense. Por las veces que repetía y exhibía su nombre, supe que estaba orgulloso de llevar el mismo nombre que un César, en este caso, que Gayo Julio César.
Como si con eso llegara a estar a su nivel.

No era rico, tampoco pobre. Lo más curioso, y que casi me hizo reír desquiciadamente cuando lo conocí, era que trabajaba el mismo oficio que mi pobre padre ; mercader de mercaderes. Eran demasiados recuerdos.

Pero oh, bien saben los dioses que él no era como padre.

Mi espalda es un buen testigo de ello. Y es que junto a él la brutalidad y la agresión estaban aseguradas. Siempre creí que, como ciudadano del Imperio, sería más civilizado que los "bárbaros", pero con el paso del tiempo - y no me hizo falta mucho - comprendí que no era cierto.

- ¡ Esclava ! ¡ Esclava ! - su voz chillona resonó por toda la hacienda.

Suspiré y me apresuré a presentarme. Ni en seis meses había logrado acostumbrarme a su horrible voz.

Odiaba aquello. Odiaba aquel nombre, que a partir de ahora estaría tan acostumbrada a oír, y odiaba el tono de asco y superioridad con el que lo escupía, constantemente recordándome las diferencias insalvables que separaban su lugar del mío.

- ¿ Sí, amo ?

- ¿ Dónde te habías metido, mocosa ? - exclamó con su desprecio habitual.

Callé, porque no era una pregunta que se esperaba que yo respondiera.

- ¡ Ponte a limpiar, rápido ! Hoy recibiremos visita.

No supe si sentirme feliz o no.

Por una parte, estaría sola el resto de la noche, podría respirar y moverme con tranquilidad. Por otra, si cometía el más mínimo desliz, me esperaría una buena azotaína. Me pregunté cuantas personas estarían en la misma situación que yo.

En cualquier caso, me puse pronto en marcha.

En un par de horas barrí el suelo, sacudí las cortinas, limpié la madera de las ventanas, pasé el trapo por los muebles raídos y aparté el polvo y las telarañas de cada esquina. Avisé a Euphemia - la cocinera que a menudo me ayudaba - diez minutos antes de la llegada de los invitados.

Esperé un tiempo hasta que el amo me llamó para servir la comida.

- Euphemia, ¿ tienes listo los platos ?

También ella me miró con desprecio. También ella, esta vez por ser romana (aunque también esclava) se creía por encima de mi.

- Aquí tienes, niña, más te vale que no se te caigan por el camino.

No se me cayeron. Por el momento, la noche para mi estaba salvada.

Mientras servía, observé disimuladamente a los recién llegados ; eran dos. Por el acento con el que hablaban y su apariencia, diría que provenían de Egipto.

Egipto. Una ciudad más a la que nunca podría ir.

Cuando volví con la jarra de vino - solo se compraba para ocasiones especiales - casi solté una exclamación de admiración cuando vi una de las joyas que le mostraban a mi señor.

Era un anillo de lapislazuli, padre me había descrito aquella piedra tan hermosa más de una vez, y estaba segura de que era lo que ahora veía.

Gaius me lanzó una mirada de advertencia, y enseguida recobré la compostura. Terminé de servir la mesa, y en silencio y tras echar una última mirada a la joya volví a esconderme en la cocina.

La noche fue corta, o al menos a mi se me hizo así, sin tener a Gaius a mi alrededor.

Pero no todo dura para siempre. Con las primeras estrellas titileando en el cielo, los visitantes cerraron el trato y partieron hacia otros lugares.
Euphemia se acostó pronto, y yo volví a quedarme sola. Pero sola con Gaius.

Limpié los platos concienzudamente, sabiendo que se encontraba detrás de mi.

Noté su aliento en mi oreja, caliente y con olor a alcohol, y me estremecí. No dije nada ; luché conmigo misma para no apartarle de mi lado.

Sus manos se colocaron en mi cintura mientras pegaba su pecho a mi espalda, sus muslos a los míos.

Entonces la poca calma que guardaba desapareció. Temblando, me di media vuelta, e indignada, estampé mi mano contra su mejilla.

Entonces, al verle con la boca abierta y posteriormente con su expresión felina y malvada, caí en lo que había hecho.

No había pegado a un simple chico que había intentado propasarse conmigo ; Había pegado a mi amo y señor, al único dueño de mi vida.

El bofetón que me dió me hizo caer al suelo y golpearme la cabeza con él.

Me levanté como pude, aturdida. Aquel golpe solo incrementó mi rabia hacia él.

- ¿ Me odias, mocosa ? - preguntó, acercándose maquiavelicamente - ¿ Me odias ? Contesta.

- Sí, te odio - no pude retener aquellas palabras en mi boca, y fui consciente de lo necia que había sido. Eso era algo que aún debía aprender ; mantener la boca cerrada.

- ¿ Quieres pegarme ? ¿ Como todas las veces que te lo he hecho yo a ti ?

Retrocedí un paso, alertada por su extraña tranquilidad.

- Pégame - dijo - ¡ Pégame !

Mis manos se quedaron inmóviles, a ambos lados de mi cuerpo. No entendía lo que estaba pasando. ¿ Me estaba pidiendo que le atacara ? Sin duda debía haber una trampa.

- ¿ Quieres pegarme ? ¡ Hazlo ! ¡ Pégame ! ¡ Pégame ! ¡ Pégame !- chilló con los ojos caso fuera de sus órbitas, enloquecido.

Mi puño chocó contra su nariz, que crujió y soltó sangre.

- Bien - sonrió - ahora me toca a mi.

El golpe que me dió fue tal que mi cuerpo saltó hacia atrás, movido por la fuerza del impacto.

Caí sobre las duras losetas de la cocina. No logré levantarme lo suficientemente rápido.

Después de aquel primer golpe vino otro, y otro, y otro más. Termine perdiendo la cuenta, y a la vez, la conciencia.

Entre aquella neblina que parecía haberse apoderado de mi cabeza, a través del calor que la sangre de mi nariz y mis labios dejaban sobre el suelo, logré escuchar:

- Y éste ha sido tu último día de suerte. Mañana, mocosa, mañana comenzará tu verdadero infierno.

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