VII

9.8K 775 17
                                    


Atia me explicó todo lo que debía saber de la familia del amo. En mi primer día aprendí mucho.

Mi señor vivía con su padre y su hermana en su no-muy-modesta hacienda. Sus tierras comprendían todo lo que mis ojos alcanzaban a ver y más, incluso algunos de los criados afirmaban que también poseía tierras al norte, aunque aquellos eran solo rumores sin confirmar. El padre de mi amo resultó ser un antiguo miembro del senado, que ahora retirado, vivía junto a sus dos hijos.

No sé cómo es que los criados saben de estas cosas, pero me enteré de que mi señor no era un hijo ilegítimo ; al parecer su padre lo adoptó cuando apenas levantaba un palmo del suelo. Aún así todos daban fe de que el viejo y él se querían mucho. Al morir su padre todas sus posesiones pasarían a él, aunque éste ya le dejaba controlar las cosas tanto como quisiera ; tampoco parecía importarle mucho que su heredero recibiera sus propiedades antes de tiempo.

En cambio, la señorita Livia y él no se llevaban tan bien. Quizás a ella le molestara tener que compartir a su padre, quizás le quemaba la sangre que toda su fortuna fuera a parar a él y no a su futuro marido. Quien sabe.
El caso es que eran como el agua y el aceite, como los perros y los gatos, y lo noté desde el primer momento en que la vi.

Se hizo un gran revuelo con su llegada, los esclavos corrían de un lado a otro con sus quehaceres y toda la casa parecía estar patas arriba. Era bien sabido que a la señora le gustaba que todo estuviera en su perfecto orden.

Yo aguardaba en la entrada de la casa, mucho más detrás de mi señor para darle algo de espacio. Me habían otorgado un vestido más lujoso - aunque propio de una sirvienta - para que la dama Livia no me mirara con malos ojos. Mi pelo estaba recogido en un moño poco elaborado, pero presentable. Aún así, me temo que eso no sirvió de mucho.

Llegó de pronto, envuelta en sus caras túnicas.

Andó con paso apresurado hacia la entrada, donde la esperábamos todos.

Apenas se detuvo cuando vió a su hermano, sino que soltó un irónico "¿ Me has echado de menos, querido ? " y continuó palacete adentró sin importarle su respuesta.

- En absoluto - le oí susurrar, derrotado, antes de que me hiciera una seña para que siguiera a la señora a su habitación.

En cuanto entré su mirada se clavó en mi, y quise largarme de allí de inmediato.
Y es que me miró de tal forma que me dió la sensación de haberme presentado llena de lodo y barro y con la cara y manos sucias.

- Señora - saludé cortésmente, aún así - para servirla.

Ella me miró con desprecio, asintió levemente y se dió media vuelta para que le ayudara a quitarse la palla, adornada ricamente con bordados que parecían ser como de oro.

Había olvidado eso. Había olvidado el asco con el que la mayoría de la clase media y alta nos trataban a los esclavos.
Había olvidado que éramos considerados escoria, animales, o incluso menos que algunos de ellos. La vida de un caballo valía más que cualquiera de las nuestras.

Una vez que la señora se cambió de ropas, me miró con los ojos entrecerrados.

- ¿ Cómo te llamas, esclava ?

Aquel tono despectivo no me irritó. Era así como me habían llamado durante casi un año.

- Unus, señora - respondí con brevedad, bajando la mirada y mostrándome indigna de sostener la suya.

- ¿ Cuántos años tienes ?

- He debido de cumplir los dieciseis en algún momento de los últimos meses.

Ella me miró fijamente durante un instante.

- Pues espero que esos dieciseis años te hayan servido de algo. No soporto a la gente incompetente - añadió, y con eso salió de la habitación dejando a una Unus resentida dentro.

ServaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora