XVIII

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Didius resultó ser un hueso difícil de roer. Siempre solía estar malhumorado.

Los primeros días fueron realmente exasperantes. Apenas me dirigía la palabra, y no hacía más que mirar sin saber qué hacer. Parecía un pobre pajarillo revoloteando alrededor de su madre.

Sabía de sobra que no le caía bien, eso era obvio. Pero yo no había hecho nada para que se molestara conmigo, intentaba ser todo lo amable que podía y tener paciencia.

Con el paso del tiempo Didius vió que era algo más que una cara bonita, que verdaderamente sabía hacer algo, y su actitud hacia mi cambió. Comenzó a hablarme, y aunque solo fuera para ladrarme órdenes, era un gran cambio. Confiaba en mi lo suficiente como para encargarme algunas tareas sencillas, como limpiar a los caballos, peinar sus crines, y darles de comer. Era poca cosa, sí, pero algo era algo. Eso era mejor que nada.

Respecto a la dama Livia había poco que decir, mas que cuando se cruzaba conmigo me miraba con aún más odio del que ya me dirigía antes.

No me importaba mucho, ya que nunca me había caído bien, pero sabía que tenerla como enemiga no era algo que pudiera dejar de preocuparme. Mi vida recaía sobre mi amo, sí, pero cualquier ciudadano romano podría hacer conmigo lo que quisiese. Y ella, desde luego, no quería hacerme bien.
Jamás hizo ningún comentario al respecto, sin embargo.

Pero yo estaba feliz. Había conseguido ocuparme de algo que me apasionaba, y de paso, había logrado mejorar la condición de vida de mi amiga Atia.

Sí, era ella en quien había pensado para ocupar mi lugar. A Atia le encantaba la ropa, el lujo y todo lo que tuviera que ver con la alta sociedad. Estar cerca de ella, aunque solo fuera como dama de compañía, le entusiasmaba, y me lo agradeció con creces. Además, sabía que lo que le cedía era un salvaconducto para la futura libertad ; solo tenía que asegurarse de hacerlo bien.

Tenía mucho más tiempo libre ahora, porque en aquella temporada poco se requería de los caballos. Solo debíamos prepararlos de vez en cuando para algún que otro paseo esporádico, pero nada más.

Didius estaba metido de lleno en la doma del caballo sobre el que me monté aquella vez, tanto que en apenas un par de semanas más finalizó su labor.

- Ya está - me dijo un día, satisfecho y orgulloso - este chico está preparado para cabalgar a las órdenes de todo el que lo precise.

Acaricié el hocico del animal, que se mantuvo tranquilo, acostumbrado ya a la presencia humana.

- ¿ Puedo ? - pregunté, sin dejar de mirarlo.

- ¿ Montarlo ? - rió él, como si hubiera dicho algo divertido - Aún no estás preparada para eso, muchacha.

Fruncí el ceño.

- Ya he montado antes, no me tomes por principiante.

Él sonrió, enseñándome el hueco entre sus dientes.

- Tienes razón, el problema no es que tú no estés preparada ; yo soy el que no lo está. Aún no confío del todo en ti, niña. Dame algo más de tiempo y será todo tuyo.

Resoplé y asentí. No me quedaba otra que esperar.

- Bueno, Didius, si no me necesitas para nada más tengo cosas que hacer - dije, dándole una palmadita en el cuello del caballo - Así que me voy, hasta mañana.

Él farfulló una respuesta, sin ganas ni fuerzas para alzar la voz. Puede que fuera un viejo muy cabezota, pero en el fondo era eso, un viejo, y la edad le estaba comenzando a pasar factura. Y domar caballos no era un trabajo precisamente relajado ; te dejaba exhausto.


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