XLV

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En todo el tiempo que había estado aquí jamás me había dirigido mal la palabra o tratado con desprecio. Al contrario, parecía tenerme afecto. Había sido inevitable no cogerle cariño también.

El entierro se hizo a los dos días. Aunque nadie nos lo había pedido, fuimos todos los esclavos. Le teníamos aprecio, y todos nos lamentábamos de su muerte.

Recordé lo amable que fue prestándome aquellos libros de astronomía. Recordé las pocas charlas que había tenido, y que sin embargo, habían sido tan esclarecedoras.

Especialmente en estos últimos días en los que Octavius había estado con la legión había tenido más contacto con él. Había sido una buena compañía, y creo que él había disfrutado también de la mía.

El ambiente era silencioso, solemne. Se escuchaban tan solo las cigarras del campo.

Él había querido que le enterraran allí. Decía que había costruido aquello él solo, que lo había levantado de la nada. Que había vivido mucho en aquella casa.

Creo que en parte también quería que le enterraran allí, y no en lugar en el que nació - Agrigento, Sicilia  - para que sus hijos le tuvieran cerca y pudieran hablar y deshagorse con él cuando quisieran.

La dama Livia, por primera vez en mucho tiempo, no tenía su típica energía ni su expresión fanfarrona. Era obvio que estaba afligida, aunque sin embargo conseguía fingir una pequeña sonrisa entre las lágrimas acumuladas.

Octavius... él llegó en ese mismo instante.

La gente se apartó, y montado en su caballo, con armadura al completo, se abrió paso.

Bajó de un salto. Tenía el rostro desencajado por la noticia, una mirada incrédula, como si aún no creyera que fuera cierto.

Lentamente, se quitó el casco y se adelantó unos pasos hacia delante.

Soltó las riendas de su caballo inconscientemente, y enseguida Didius las cogió antes de que pudiera acercarse.

Observé cómo se lo llevaba al establo y devolví mi antención a Octavius.

No pude suspirar de alivio al ver que estaba bien cuando noté su expresión dolida. Sus ojos mostrando su inmenso dolor era algo que no podía soportar ver.

Livia se acercó a él, y le dió un apretón en la mano.

Él aguantó las lágrimas como pudo y le pasó un brazo por los hombros.

- Como ha podido pasar... - susurró, sin dejar de mirar el cuerpo de su padre.

Livia volvió a apretarle la mano, sin saber qué decir.

Cada uno de nosotros se acercó y dejó una única flor sobre la sepultura. No poseíamos mucho, pero le dábamos todo lo que teníamos.

La señora no pudo resistirlo más y, tapándose la boca, se alejó corriendo.

Entonces pensamos que era hora de dejar a su hijo solo, de darle espacio.

Los esclavos comenzaron a retirarse, murmurando palabras de despedida.
Yo me quedé rezagada.

Atia, que iba por delante mía, se giró para verme.

- Quédate - me dijo con una sonrisa triste, señalando a Octavius con un movimiento de cabeza - Te necesita.

Me di la vuelta y lo miré. Había dejado el casco sobre el suelo, y agarraba las manos de su padre poniendo su frente sobre ellas. Y asentí.

Atia se puso al lado de Maximus, nos dedicaron una mirada y se fueron. Todos los demás ya se habían retirado.
En la noche vendrían para enterrarle.

Me acerqué intentando no hacer ruido. Sentía como si no debiera de estar ahí, como si estuviera invadiendo su espacio. Pero a la vez pensé que si algo así me hubiera pasado - que lo había hecho - me hubiera gustado tenerle a mi lado para apoyarme.

Me quedé clavada en el sitio cuando lo escuché llorar, acompañado del movimiento de sus hombros. Lo conocía, y no lloraría delante de nadie. Debía pensar que se había quedado solo.

- Porque, porque, porque, porque... - no dejaba de repetir una y otra vez, como metido en trance.

Me detuve junto a él y me arrodillé, poniendo mi mano sobre su hombro sin decir nada.

Él se sobresaltó y miró por encima de su hombro. Al ver que era yo, devolvió su atención a su difunto padre.

El breve instante que lo había mirado a los ojos, a sus mejillas surcadas por las lágrimas, había sido suficiente como para que un nudo se formara en mi garganta.

- No lo entiendo... - susurró, mirándome brevemente - no entiendo cómo ha podido pasar...

Y volvió al llanto.

Lo abracé por la espalda, tratando de transmitirle todo lo que sentía. Como si así el pudiera saber que estaba conmigo. En aquel momento, la disputa que habíamos tenido no importaba. Él me necesitaba, y yo estaría ahí para él.

Entonces el dolor cambió de forma. Y se transformó en ira.

- ¡¿ POR QUÉ ?! - preguntó con un grito que me desgarró el alma.

Después el dolor volvió a transformarse en resignación y se dejó caer al suelo, apoyándose en mi.

Encogió las piernas, agachó la cabeza y la metió entre ellas.

Acaricié su espalda suavemente de arriba a abajo, con toda la ternura del mundo.

Una lágrima se escapó de mi mejilla. Su dolor, era también el mío.

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