VIII

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Habían pasado dos semanas desde que llegué allí.

Me había terminado de acostumbrar a la rutina, y casi me sentía como en casa.

Conocía a la mayoría de esclavos, aunque éramos bastantes. Con el paso de los días empecé a notar las pequeñas manías de cada uno. Vergilius y Valerius, dos mellizos de aproximadamente once años, tenían la tendencia a terminar las frases del otro. No supe si era por costumbre, o por hacer de ello un juego, pero siempre lo hacían. Fabius, en cambio, parecía volverse más y más gruñón con el paso de los días, y debía haber vivido muchos. Me pregunté cuánto habían conseguido deducir los demás de mi. ¿ Habrían descubierto como soy ? ¿ Me conocerían mejor que yo misma ?

Pensé todo aquello mientras observaba el horizonte. Las nubes cubrían el cielo como un manto de algodón, y con el atardecer, éste se vestía de hermosos colores antes de ponerse el traje de noche.

- Es bonito, ¿ verdad ?

Me giré para ver quién me había hablado.

- Sí, lo es - sonreí.

Él se acercó unos pasos más hasta colocarse a mi lado, hombro con hombro.
Lo miré de reojo y lo reconocí. No lo conocía personalmente, pero sabía quien era. Las miradas disimuladas de Atia no me habían pasado desapercibidas.

- Eres Maximus, ¿ no ?

- Así es - sonrió ampliamente - No recuerdo haberte visto antes. 

- Llegué hace apenas un mes. Soy Unus - respondí, devolviendo mi vista al cielo. Me quedé callada un buen rato antes de volver a hablar - ¿ Crees que seremos libres algún día ?

Él dirigió su mirada hacia mi y suspiró.

- No lo sé - contestó con franqueza - Supongo que la mayoría no.

- Quiero ser libre -confesé, con tono de añoranza - Quiero poder decidir mi propio destino.

- Los dioses ya tienen un destino marcado para nosotros, Unus - sonrió con tristeza - Solo tienes que adaptarte a él.

Negué con la cabeza en desacuerdo.

- No quiero creer que este- dije haciendo una floritura con la mano y señalando a nuestro alrededor - es el destino que me han reservado, Maximus. Ser una esclava.

- Aquí no se está tan mal, ¿ sabes ? - sonrió mirando al suelo - No pasamos hambre, tenemos un techo bajo el que dormir y no somos maltratados. Debemos dar gracias por estar aquí. Siendo esclavos, nos podría ir mucho peor.

Guardé silencio durante un instante, en el que yo me limité a mirar los tonos rosados de la bóveda celeste y él en mirarme a mi. Tenía razón. Antes de llegar aquí me iba mucho peor.

Sentí su mano en mi hombro, y eso me sacó de mis reflexiones.

- Quizás dentro de un tiempo llegues a considerar este tu hogar - dijo antes de retirarse.

Observé cómo se unía al resto del grupo. Observé a los demás sentados sobre la hierba. Charlaban y reían, aprovechando el momento de descanso con la caída del sol. Parecían felices. Eran esclavos y parecían felices.

Su alegría me contagió, y sonreí aproximándome a ellos, sin prisa.

No interrumpí la conversación, solo les dirigí una sonrisa como forma de saludo y ellos hicieron lo propio de vuelta.

Sí, sonreí. Quizás pueda llegar a considerar este como mi nuevo hogar.

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