XXIII

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Cuando el día acabó y cayó la noche, me deslicé sigilosamente entre las mantas para salir de la cama.

Me aseguré de que nadie estuviera despierto, y calzándome las sandalias salí corriendo en silencio.

Hacía frío, pero como la mayoría de las veces dormíamos al raso ya estaba acostumbrada. La mayoría de los campos - por no decir todos - estaban ya arados, y se acercaba una de mis fechas favoritas ; finales de noviembre.

Me embutí aún más en la túnica para repeler el frío, que, corriendo, desaparecía poco a poco.

Finalmente llegué al patio exterior de la villa, donde se encontraban los establos. Caminé hacia los más alejados y entré en ellos.

Me llevé un susto de muerte al encontrar a un hombre dormido dentro, en el suelo ; Era Didius. El muy cabezón se había quedado hasta a dormir allí.

Me llevé una mano al pecho y respiré profundamente para calmar los asustados latidos de mi corazón. Todo estaba bien, solo había sido un buen sobresalto.

Pasé a su lado, con mucho cuidado de no despertarle, y me deslicé hacia el interior.

Llegué hasta el último boxer, donde se encontraba el potro.

Agarré una de las cuerdas con las que se les ataba y entré en el recinto.

El caballo enseguida se dió cuenta de mi presencia, y se removió nervioso.

- Tranquilo, Alair - susurré - Soy yo.

Él pareció reconocer mi voz, y mi olor, ya que se relajó un poco y se dejó poner la cuerda alrededor del cuello. Cada vez costaba menos trabajo, aunque había veces que aún se encabritaba.

- Muy bien, muchacho - sonreí, orgullosa - Ahora toca la parte más difícil ; salir sin que el viejo se entere.

No es que estuviera prohibido, pero si alguien veía lo que hacía seguramente no pararía de hacerme preguntas, y no quería eso. Necesitaba un momento a solas, un momento de la libertad que nunca tendría.

Tiré de la cuerda, de camino al exterior.

Todo fue bien, el potro se mantuvo mayormente callado y no dió problemas. Parecía que tenía tantas ganas de salir como yo.

Justo cuando pasábamos por la puerta, al lado de Didius, soltó un bufido.

Me quedé clavada en el suelo, paralizada.

El viejo frunció el ceño, y se dió la vuelta, en sueños.

Sonreí aliviada ; por poco.

Continué y finalmente salí al aire limpio. Alair agitó la cabeza, como contento.

- Sí, yo también lo necesitaba - sonreí divertida - anda, vamos.

Como aún no había aprendido a montar a nadie y no quise cometer una locura, caminé a paso rápido, tirando de la cuerda detrás de mi.

En lugar de llevarlo al picadero, como solía hacer, caminé mucho más allá, adentrándome entre los hierbajos.

Una vez que me pareció que los relinchos y mi voz no se escucharían desde la villa, me detuve, pensando que ya estaba lo suficientemente alejada.

- Comencemos al paso - anuncié, dándole un golpecito al potro en la grupa - Ala, vamos.

Él me entendió, porque comenzó a moverse tranquilamente alrededor de mi.

Sonreí satisfecha, y le hice dar unas cuentas vueltas con el máximo extensor de la cuerda que tenía.

No hablé durante un buen rato.
Me gustaba el frío de la noche, me gustaban las estrellas que se veían por encima de mi, y sobre todo, me gustaba poder disfrutar de ambas sola.

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