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Tu vida puede cambiar de un segundo para otro. Puede empezar, cambiar de rumbo, acabar. En un breve instante.

La mía lo hizo. Lo hizo desde el momento en el que subí a aquel caballo y me encaminé junto a mi segundo amo a mi nuevo hogar.

Tras un largo viaje, en el que tuvimos que dormir un par de veces por el camino, llegamos al fin a las tierras de mi señor.

Hasta que las vi, no sabía cuanto dinero tenía. Sí que sospechaba que debía ser adinerado, al menos más que el resto, porque su armadura de soldado dejaba claro que era un centurión, con su túnica roja, el casco con las crines transversales de oreja a oreja y la vara de vid que siempre portaban como símbolo de autoridad.

Lo cierto es que al reconocer su condición me sorprendí. Aunque no pareciera ni de lejos un niño, sino un hombre ya bien formado, lo seguía viendo joven. Debía haberlo hecho realmente bien para estar en aquel puesto añorado por todos los soldados de Roma.

Las dimensiones de sus tierras eran tan grandes que no alcanzaba a ver con la mirada dónde acababa una y empezaba otra.

Pero lo que más me impresionó fue el palacete donde vivían.

- Sígueme y procura no manchar nada - me dijo con aquella voz grave, entrando en la vivienda.

Mientras imitaba sus pasos cruzando el gran salón, no pude admirar lo suficiente habitación tras habitación por la que pasábamos. Era sencillamente hermoso. Tantos colores, tanto brillo... Las losas del suelo parecían destellar bajo mis pies.

Hice caso, y me aseguré de no tocar nada y tener las manos bien guardadas en mis bolsillos.

- ¡ Atia ! - llamó a voz de grito.

Casi enseguida, entró corriendo en el saloncete una muchacha vestida con ropas humildes que, sin embargo, daban mil vueltas a las mías.

- Señor - saludó cortesmente, inclinándose ante él.

- Esta es Unus - me señaló con un gesto de la mano - una nueva esclava. La dejo en tus manos.

Dicho aquello, me echó una mirada y se alejó a grandes zancadas, dejándome a solas con la mujer.

- Ven, por aquí.

A ella también la seguí. Y menos mal que tenía una guía, porque aquel sitio era enorme.

Salimos de la hacienda principal, y nos dirigimos hacia una pequeña casa aislada pero cercana que supuse que contenía las habitaciones de los esclavos.

- Bueno, ya sabes mi nombre - sonrió cogiéndome del brazo como si me conociera de toda la vida -  Soy Atia. Cualquier cosa que necesites puedes contar conmigo.

Asentí, sin saber qué más decir.

- Bien, lo primero es lo primero. Vamos a darte una ducha y quitarte esos harapos polvorientos de una vez por todas.

Ducha. De solo pensar en ello mi cuerpo sintió un escalofrío de la alegría. Y es que hacía tiempo que había dejado mi higiene de lado. Mi cara estaba llena de suciedad, mi pelo enmarañado y totalmente irreconocible. Mi cuerpo tenía muchas heridas, de las cuales habría unas cuantas infectadas, y mis pies requerían de una limpieza urgente.

Atia me hizo sentarme sobre la tierra y me pidió que esperara. Regresó con un cuenco de agua.

- ¿ Lista ? - sonrió, dispuesta a vertérmelo por la cabeza.

- Lista - asentí.

Y el agua cayó, y aunque estaba helada, no encontré mayor placer que aquel.

Atia rellenó el cuenco y volvió a derramarlo sobre mi, mientras que yo me frotaba con un trapo que había traído para quitarme el resto del polvo del camino.

Cuando terminé y me cambié de atuendo me sentí como una nueva persona.

Recogí mi cabello en una trenza sencilla, de la que se escaparon algunos mechones delanteros demasiado cortos, y salí para que Atia me viera.

- Pareces otra - sonrió amablemente.

- Me siento otra - devolví la sonrisa.

Miré hacia abajo, y pasé las manos por el vestido. Era muy simple, un solo tono de marrón claro, pero era bonito. Tampoco es como si pudiera aspirar a más.

- Bueno, Unus, bienvenida. Espero que te quedes mucho tiempo por aquí.

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