XLIII

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Pero me di cuenta de que eso no curaba mis heridas. Y de que el tiempo tampoco lo hacía.

Que las cosas con Octavius hubieran terminado así no me quitó más dolor. De hecho, el efecto fue todo lo contrario.

Yo sufría por él, porque lo quería, no porque estuviéranos juntos o no. Que lo hubiéramos dejado no me ayudó a sufrir menos, sino más. Habernos despedido así, entre súplicas y llantos, solo me hizo querer volver atrás del tiempo y decirle adiós de la mejor forma que hubiera sabido. Rogarle porque volviera sano y salvo, porque no me dejara. Desde luego, no así.

Cada día que pasaba era una tortura. Era un día más en el que Octavius saldría al campo de batalla, un día más en el que  Caronte y su barco pasaban muy cerca de él. Podían llevárselo en cualquier momento.

Nunca había creído mucho en los dioses romanos, o en cualquier otra divinidad, pero en cualquier caso, recé más qye nunca. Pedí clemencia, a todos y cada uno de ellos, rogué que me lo trajeran de vuelta.

Lo peor es que si él muriera yo sería la última en enterarme. Nadie pensaría que yo tuviera el derecho a saberlo antes, nadie... nadie pensaría en mi como lo había hecho él.

Mis trabajos se estaban descuidando.

Didius había sospechado lo que pasaba. No que había tenido algo con él, simplemente que estaba enamorada de Octavius y que sufría. De modo que, sin decir nada, se ocupó de gran parte de mis tareas, dejándome solo a Alair. El rato que lo montaba era el único en el que podía dejar de pensar en él.

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