Diría que todo comenzó una hermosa tarde de primavera, pero no sería del todo cierto. La verdad es que aquello se remontaba a décadas atrás, desde la primera vez que Roma puso a la península en su voraz punto de mira.Pero sí que, para mi, lo relevante empezó aquella tarde, en nuestra pequeña hacienda en las afueras de la ciudad.
Hispania, la parte de la península que era romana, se hacía cada vez más grande.
Yo vivía al borde de la batalla, alejada, pero no lo suficiente para poder quitarme de la cabeza los choques de las armaduras contra las espadas, y el olor quemado de la sangre.
Y es que en aquella época, Marco Vipsanio Agripa, el Imperio y las tribus astures y cántabras se encontraban envueltas en las guerras que recibían este último nombre, que hasta aquel entonces, habían durado ya doscientos años.
Todos sabíamos que tarde o temprano caeríamos, puesto que éramos la única zona de la península no conquistada aún por los romanos.
Mis padres no habían nacido allí, ellos venían de lejos, pero yo sí, y los tres lamentábamos las bajas en las que aquella patria se veía envuelta.
Hombres caídos aquí y allá, el hedor de los muertos inundando nuestros olfatos y el aire condensado y caliente por el sudor de la batalla.
Fue aquel día en el que todo se desató.
Estaba con madre, ayudándola a preparar la comida. Era ya tarde, puesto que el sol estaba más allá de su punto más alto en el cielo, y padre debía estar al llegar.
- ¿ Has puesto el agua sobre la mesa, hija ?
Asentí rápidamente.
- Sí, madre.
El tiempo pasó, y él no regresaba. Los estruendos de la batalla se oían más cerca que nunca.
- Tu padre se está retrasando mucho esta vez - comentó, secándose las manos con su propio vestido.
La noté preocupada. Y era para estarlo ; en aquellos tiempos podía pasar lo peor.
De pronto, se escuchó el sonido de cientos de caballos golpeando la tierra, de cuadrillas de soldados desplazándose de un lado a otro, y órdenes clamadas a voz de grito por doquier.
La puerta se abrió con un portazo, de par en par, y un padre más cansado de lo habitual entró en la casa.
- ¡ Ya vienen ! ¡ Ya vienen ! - repitió asustado, cogiéndonos a ambas por las muñecas y arrastrándonos a la fuerza hacia el patio.
- ¿ Quienes ? - pregunté asustada, mientras padre y madre me ayudaban a montar en el caballo.
Ellos se lanzaron una mirada.
Padre subió a su esposa a la grupa, y ella se situó lo más cerca de mi que pudo, y me ordenó que cogiera las riendas.
- Las tropas romanas, pequeña, ya llegan.
Me estremecí. El momento que tanto habíamos temido había llegado ; el Imperio había vencido a nuestras fuerzas y arrasaba con todo a su paso.
- ¡ Partid antes de que sea tarde ! - nos apremió padre, espoleando al caballo con una palmada en la grupa.
Me volví sobre el caballo para mirarle mientras éste comenzaba a trotar.
- ¡ Pero padre ! - chillé tratando de frenar al caballo. Sabía que si lo dejaba atrás jamás volvería a verle.
Sentí una mano sobre mi hombro.
- No podemos escapar los tres, pequeña - susurró con la voz rota - Lo ha hecho por nosotros.
Devolví la vista al frente, con los ojos llorosos por sus palabras. Las dos sabíamos que, viejo como era, no serviría para esclavo, y no tenía ningún futuro por delante más que la muerte. Se había sacrificado por nosotras.
- Más rápido, hija, más rápido - incitó apretándome el antebrazo - Ya los oigo pisarnos los talones.
Yo también los oía. Parecían estar tan cerca que podíamos respirar su aliento, y a la vez tan lejos que nadie pensaría que iban a poder alcanzarnos.
No sé durante cuánto tiempo cabalgamos, pues pareció corto y eterno, pero no pudimos huir.
El agarre de madre sobre mi cintura se suavizó, perdió fuerza, y sin que yo pudiera evitarlo, su cuerpo cayó al suelo entre mis gritos.
Caballo y jinete frenaron en seco, y salté de un brinco al suelo.
Me apresuré a cargar con ella, arrancándole la flecha de la espalda y evitando mirar la túnica ensangrentada, y luché por subirla de nuevo al caballo.
Había dejado atrás a uno de mis progenitores, y no pensaba dejar al otro.
- Es tarde, niña.
La voz era gruesa y grave, e hizo que diera un respingo por la cercanía. Alcé la mirada, y lo vi ; alto, fuerte, con la coraza resplandeciente bajo el sol, y el casco adornado con las rojas crines de caballo. Un soldado del Imperio.
Deslicé mi mirada hasta mi madre y comprobé lo que decía. Sus ojos, abiertos y sin vida, su boca en un grito atemorizado que jamás llegó a salir.
- Madre - susurré, paralizada.
- Tu madre está muerta- señaló, y aunque no hablábamos la misma lengua, entendí lo que me decía - Hija, tu destino está a punto de cambiar.
Me dejé caer al suelo, pálida y temblorosa, mientras lloraba en silencio.
Sin padre ni madre que pudieran responder por mi, sin patria en la que vivir y sin libertad con que hacerlo.
Había perdido no una, ni dos, sino cuatro cosas aquel día.
Supe que él tenía razón, supe que mi vida iba a cambiar... e iba a hacerlo mucho.
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Serva
Narrativa StoricaMe creen débil, pero soy fuerte. Soy apenas una niña, pero a la vez, toda una mujer. Soy sierva, pero nací libre. (Novela ambientada en la Antigua Roma) #1 en Novela Histórica el 18/02/19