XXV

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Al día siguiente estuve muy distraída, y raro fue que no mucha gente lo notara.

Trataba de no pensar mucho en Octavius, pero era imposible. Por mucho empeño que pusiera en ello, mi mente siempre terminaba dispersándose en ese sentido. Era sencillamente frustrante.

Atia no había dado señal de haberse percatado de algo, porque a pesar de la noche pasada no me dijo absolutamente nada. Era extraño en ella, ya que siempre era la primera en querer enterarse de todos los cotilleos. Quizás no se hubiera acordado... aún, porque sabía que tarde o temprano me preguntaría el motivo de mi inquietud.

Pero ni siquiera yo lo sabía. Estaba segura de que no me gustaba Octavius, ya que apenas lo conocía y además no estaba para nada a mi alcanze... ¿ pero qué habían sido esas ganas de besarle entonces ? Uno no quiere besar a alguien que no le gusta, eso es un hecho. Quizás solo me sintiera atraída, que no era lo mismo que estar enamorada. Y como no sentirse así... Venus* había hecho un buen trabajo con él.

- ¿ Donde tienes la cabeza hoy, chica ? - preguntó Didius con su ronca voz.

Alcé la cabeza de entre el heno y lo miré.

Una de las cosas que más me gustaba del viejo, al que había empezado a admirar, era que hablaba a caballos y hombres por igual, tratándolos con el mismo respeto. Era algo que me gustaba de él.

- Lo siento - me disculpé con un suspiro, irguiéndome y estirando la espalda - estoy distraída.

- No hace falta que me lo jures. Haz un esfuerzo por quedarte aquí abajo, ¿ quieres ?

Asentí, agarrando otro puñado de heno para llevarlo al siguiente boxer.

Al entrar en él mi pie chocó contra la valla de madera con un doloroso crujido.

- ¡ Joder ! - farfullé, levantando la pierna para masajearme los dedos con una mueca.

La cabeza de Didius asomó por el establo. Se quedó mirando la situación con una mirada de soslayo.

- Anda, lárgate de aquí - dijo, señalando la puerta.

Abrí la boca para protestar casi enseguida, pero él me interrumpió.

- Tal y como estás ahora no eres de ayuda, más bien lo contrario. Mejor vete y vuelve mañana con la sesera más despejada.

Comprendí que tenía razón, y resignada, arrastré los pies de vuelta a la villa.

En el patio exterior habían montado ya las mesas para la comida, y la gente llegaba ya a sentarse y tomarse su merecido - pero corto - descanso.

Los platos de cerámica comenzaron a rular de una mano a otra, hasta que todos estuvieron servidos.

Los cotilleos empezaron entonces.

- ¿ Habeis oído las nuevas ? - preguntó Jacinta, una mujer rolliza que tenía los hombros tan anchos como los de cualquier hombre.

- ¿ Qué pasa, qué pasa ? - preguntaron los mellizos, por supuesto, a la vez.

- ¿ No os habeis enterado aún ?- fardó Atia. Como siempre, ella había sido la primera en enterarse.

- Suéltalo ya, Atia - dijo Maximus con una sonrisa.

- Dentro de dos días llegarán un gran número de invitados a la villa - contestó Jacinta en su lugar.

- ¿ Amigos del amo ? - preguntó Maximus.

- Más bien de la señora - corrigió Atia, llevandose el cuenco de sopa a la boca - No ha dejado de hablar de ellos en todo el día.

- Entonces no sé si alegrarme - contestó él - todos sabemos como es ella... y probablemente sus amigos sean igual.

- Y además tendremos que trabajar el doble - farfullaron los pequeños.

Todos los miramos entonces.

- ¿ Es que acaso haceis gran cosa ? - pregunté con una sonrisa. Ellos me lanzaron una mirada asesina.

- Bueno, démosles el beneficio de la duda - dijo Atia con tranquilidad - quizás no son como esperamos.

Jacinta resopló.

- Nos tratarán como escoria. Ya lo vereis, son todos iguales.

- Eso no es cierto - discrepé de inmediato - no todos los acomodados son así.

- Verdad - la cabezita de Hilâl se asomó por la mesa - a mi el amo nunca me ha tratado mal.

- Él es una excepción a la regla. No me digais que no os lo advertí - contestó Jacinta, poniéndole el punto y final a la discusión.

Después de aquello la conversación se centró en los futuros recién llegados, sobre cuántos serían, quienes, la ropa que usarían y más detalles sobre la fiesta.

Dejé de prestar atención cuando noté un par de ojos observándome. Era Atia.

Alcé una ceja, como preguntándole que qué pasaba, pero ella solo se me quedó mirando.

Aparté la mirada. Tenía la sensación de que si la continuaba mirando averiguaría más cosas de las que quería.


*Venus era, en la mitología romana, la diosa de la belleza y la juventud.

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