1 - Monkshaven

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En la costa del noroeste de Inglaterra existe una pequeña ciudad llamada Monkshaven, que cuenta en la actualidad con quince mil habitantes. No obstante, eran menos de la mitad a finales del siglo pasado, y fue en ese período cuando ocurrieron los sucesos relatados en estas páginas.

Monkshaven no era un nombre desconocido en la historia de Inglaterra, y corría por la población la tradición de que había sido el lugar de desembarco de una reina sin trono1. En aquella época había un castillo fortificado en las colinas que se elevan sobre la ciudad, y ahora el lugar lo ocupa una casa solariega abandonada; y en época aún anterior a la llegada de la reina, y coetáneo con los restos más antiguos del castillo, un importante monasterio se erigió sobre esos acantilados, encarado a un vasto océano que en la lejanía se confundía con el cielo. La ciudad estaba construida a orillas del río Dee, justo en su desembocadura, en el mar del Norte. La calle principal corría paralela a la corriente, y otras más pequeñas partían de ella, y entre estas y el río quedaban recogidas las casas. Había un puente que cruzaba el Dee y, como es de suponer, una calle del Puente, que quedaba perpendicular a la calle Mayor. En la parte sur del río había unas cuantas casas con más pretensiones, rodeadas de jardines y campos. Era en esa parte de la ciudad donde vivía la aristocracia local. ¿Y quiénes eran las personas importantes de esta pequeña ciudad? No las ramas más jóvenes de las buenas familias que habían heredado una casa solariega sobre los páramos salvajes y desolados, que circundaban Monkshaven por tierra con la misma eficacia con que lo hacían las aguas por mar. No; esas familias se mantenían por encima del desagradable e intrépido comercio que había traído la riqueza a algunas familias de Monkshaven generación tras generación.

Los magnates de Monkshaven eran los que tenían un mayor número de barcos dedicados a la industria ballenera. Para un joven perteneciente a esa clase social, el curso que iba a tomar su vida era más o menos como sigue: entraba como aprendiz de marino en una de las grandes navieras —en la de su padre, probablemente—, junto con otros veinte muchachos, o incluso más. Durante los meses de verano, él y los demás aprendices viajaban a los mares de Groenlandia, y regresaban con sus cargamentos a principios de otoño; y los meses de invierno se empleaban en observar la preparación del aceite obtenido del esperma en los cobertizos de fundición, y aprendiendo navegación con algún profesor pintoresco pero experimentado, mitad maestro, mitad marino, que sazonaba sus enseñanzas con narraciones de las alocadas aventuras de su juventud. La casa del naviero para el que hacía de aprendiz era su hogar, y también el de sus demás compañeros, durante los meses que iban de octubre a marzo, cuando había poco trabajo. El lugar que ocupaban en la casa estos chavales difería según lo que habían pagado para su instrucción; algunos tenían la misma categoría que los hijos de la familia, mientras que otros eran considerados poco más que criados. Sin embargo, una vez a bordo prevalecía la igualdad, y si alguien podía reclamarse superior era solo en razón de su valor e inteligencia. Tras un cierto número de viajes, el mozo ascendía poco a poco al rango de capitán, y como tal tenía su parte en las ganancias; todos estos beneficios, junto con sus ahorros, se destinarían a construir un ballenero propio, si no tenía la suerte de ser hijo de algún armador. En la época en que sucede esta historia, había poca división del trabajo en la pesca de la ballena en Monkshaven. La misma persona que poseía seis o siete barcos estaba preparada, por educación y experiencia, para comandar cualquiera de ellos; también para encargarse de instruir a una docena de aprendices, cada uno de los cuales le pagaba una importante tarifa; y para ser el propietario de las destilerías, donde los cargamentos de esperma y barbas eran elaborados para su venta al público. No era de extrañar que esos armadores amasaran grandes fortunas, ni que sus casas, ubicadas en la parte sur del río Dee, fueran imponentes mansiones, llenas de sólidos y espléndidos muebles. Tampoco era de extrañar que la ciudad, en su conjunto, poseyera un aspecto anfibio, hasta un grado muy poco habitual en un puerto de mar. Todos dependían de la industria ballenera, y casi todos los habitantes habían sido o esperaban ser marineros. En algunas épocas del año, río abajo el olor era casi intolerable para cualquiera que no fuera habitante de Monkshaven; pero en esos muelles repugnantes los ancianos y los niños haraganeaban durante horas, como si se deleitaran con los olores del aceite de grasa de ballena.

Los amores de Sylvia - Elizabeth GaskellDonde viven las historias. Descúbrelo ahora