2 - Regreso de Groenlandia

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Un cálido día de octubre del año 1796, dos muchachas salieron de su casa rumbo a Monkshaven para vender mantequilla y huevos, pues las dos eran hijas de granjeros, aunque sus circunstancias fueran bastante distintas; Molly Corney tenía muchos hermanos, por lo que estaba acostumbrada a las incomodidades; Sylvia Robinson era hija única, por lo que mucha gente la tenía en más estima que los padres de la Virgen María a esta. Las dos tenían que hacer algunas compras una vez efectuada la venta. En aquella época, las mujeres que llevaban mantequilla y huevos al mercado las vendían sentándose hasta cierta hora de la tarde en los peldaños de una vieja cruz grande y mutilada; pasada dicha hora, si no se habían librado de sus bienes, los llevaban a regañadientes a las tiendas, donde los vendían a un precio menor. Las buenas amas de casa no le hacían ascos a acercarse hasta la Cruz de la Mantequilla, y, tras oler y despreciar los artículos que deseaban, mantenían una permanente esgrima de palabras con la intención, a menudo vana, de conseguir una rebaja en el precio. Un ama de casa del siglo pasado se habría considerado una incompetente en su trabajo de no haber seguido este proceso preliminar; y las esposas e hijas de los granjeros lo consideraban algo rutinario, y contestaban a la clienta con un humor bastante desenfadado. La clienta, de este modo, una vez descubierto dónde se vendían la mejor mantequilla y los huevos más frescos, acudía una y otra vez a despreciar los artículos que finalmente acababa adquiriendo. En aquellos días la gente disponía de mucho tiempo para entregarse a dichos menesteres.

Molly había atado un nudo en su pañuelo de lunares de color rosa para cada una de las importantes compras que tenía que hacer; en su casa se necesitaban algunos artículos importantes pero aburridos; y si se olvidaba de alguno, podía contar con que su madre le daría una buena regañina. Tantos eran los encargos que su pañuelo de bolsillo parecía un gato de nueve colas; pero ni una sola cosa era para ella, ni, por supuesto, para ninguno de los miembros de su numerosa familia a título individual. La familia Corney no disponía de demasiado dinero que gastar en otra cosa que no fueran las necesidades colectivas de la familia.

El caso de Sylvia era distinto. Se disponía a elegir su primera capa y, al contrario que muchas otras chicas, no tendría que utilizar una vieja de su madre que había pasado por las hermanas mayores y había sido teñida cuatro veces (Molly se habría conformado incluso con eso), sino que compraría una flamante capa de buena lana de Duffel solo para ella, sin ni siquiera una autoridad de más edad que la controlara a la hora de gastar; solo tendría a Molly a su lado, aconsejándola llena de admiración, y con tanta simpatía como pudiera convivir con la paciente envidia que sentía por las circunstancias más dichosas de Sylvia. De vez en cuando se desviaban del gran tema que ocupaba sus pensamientos, pero Sylvia, con inconsciente destreza, pronto hacía regresar la conversación a la cuestión de los respectivos méritos del gris y el escarlata. Las chicas caminaron descalzas y llevaron los zapatos y las medias en la mano durante la primera parte del camino, pero en cuanto avistaron Monkshaven se detuvieron y se desviaron por un sendero que conducía a las riberas del Dee. Por allí había grandes piedras redondas dentro del río; las aguas las rodeaban, se arremolinaban y formaban profundas charcas. Molly se sentó en la ribera cubierta de hierba para lavarse los pies, pero Sylvia, más activa (o quizá más alegre con la perspectiva de la capa), colocó su cesto sobre una parte de la orilla cubierta de gravilla, y, dando un buen salto, se sentó sobre una piedra casi en mitad de la corriente. A continuación remojó sus deditos rosáceos en la fría superficie del agua, agitándolos con alegría infantil.

—Estate quieta, Sylvia. Me estás salpicando por todas partes, y mi padre no me va a comprar una capa nueva.

Sylvia se quedó quieta, por no decir arrepentida, al momento. Levantó el pie del agua y, como para huir de la tentación, lo apartó de Molly y lo dirigió hacia el lado de su asiento de piedra en el que la corriente era menos profunda, interrumpida por guijarros. Pero, al verse interrumpida en su juego, sus pensamientos volvieron al gran tema de la capa. Estaba ahora igual de quieta que llena de ganas de retozar un momento antes. Se había reclinado sobre la piedra, como si fuera un cojín y ella una pequeña sultana.

Los amores de Sylvia - Elizabeth GaskellDonde viven las historias. Descúbrelo ahora