Pasaron dos semanas, y el invierno avanzaba con rápidas zancadas. En las granjas del desolado norte de Inglaterra había mucho que hacer antes de que noviembre dejara los caminos de herradura casi impracticables para esos caballos mal alimentados que tenían que arrastrar carros por ellos. Había que recoger la turba en los lejanos páramos, dejarla a secar, y luego llevarla a casa y amontonarla; había que almacenar el helecho pardusco para preparar el lecho de invierno para el ganado, pues la paja era escasa y cara en aquellas partes; incluso para los tejados se utilizaba el brezo. Había que salar la carne mientras se pudiera; pues, a falta de nabos y remolacha forrajera, se sacrificaban muchas vacas estériles en cuanto se acababa el forraje de verano; y las amas de casa eficientes ponían sus piernas de vaca en salazón antes de San Martín, el 11 de noviembre. Había que moler el maíz mientras aún pudiera llevarse al lejano molino; había que llenar de galletas de avena los estantes que colgaban en lo alto de la cocina. Y por último había que matar el cerdo después de la segunda helada. Pues en el norte tienen la idea de que el hielo que se guarda después de la primera helada se derretirá, y que la carne curada se pudrirá; la primera helada no sirve para nada, sino para tirarla, así es como lo expresan.
Después de esa fecha la gente podía tomarse un respiro. La casa había experimentado la última limpieza del otoño, y estaba resplandeciente de techo a suelo, de una punta a la otra. Ya se había traído la turba; el carbón se había subido de Monkshaven; la leña estaba almacenada; el maíz, molido; el cerdo, muerto, y los jamones y la cabeza y las manos estaban en salazón. El carnicero se había alegrado de poder llevarse las mejores partes de un cerdo cuidadosamente alimentado por la señora Robson; pero había una inusual abundancia en la despensa de Haytersbank; y mientras Bell la contemplaba una mañana, le dijo a su marido:
—Me pregunto si a ese pobre enfermo que tienen recuperándose en Moss Brow le apetecerían unas salchichas. Debo decir que estoy orgullosa de ellas, pues están hechas a partir de una antigua receta de Cumberland que todavía no se conoce en Yorkshire.
—¡Siempre estás con lo bien que lo hacen todo en Cumberland! —dijo su marido, a quien no le desagradaba la idea, sin embargo—. Pero cuando uno está enfermo tiene sus caprichos, y a lo mejor a Kinraid le alegrará catar tus salchichas. He oído contar de algunos enfermos que les apetecía comer caracoles.
Quizá todo esto no fuera un halago. Pero Daniel añadió que no le importaría llevar las salchichas él mismo, pues ya era tarde para cualquier otra cosa. Sylvia deseaba acompañar a su padre, pero, sin saber muy bien por qué, no quería proponérselo. Hacia el crepúsculo se acercó a su madre para pedirle la llave del buró, que era el mueble más elegante de la casa, aunque se utilizara solo para guardar las mejores ropas de la familias, y también la ropa de cama que luego se utilizaría en el piso de arriba.
—¿Para qué quieres las llaves? —preguntó Bell.
—Solo quiero una de las servilletas de damasco.
—¿Las mejores servilletas, las que tejió mi madre?
—¡Sí! —dijo Sylvia, y se le subieron los colores—. Estaba pensando en con qué envolver las salchichas.
—Un trapo limpio de cocina les irá mejor —dijo Bell, preguntándose por qué a su hija le había dado por pensar en cómo envolver unas salchichas que eran para comer, y no para mirar, como si fueran un libro ilustrado. Y aún le hubiera extrañado más ver a Sylvia rondar los pequeños arriates de flores que había convencido a Kester de que le plantara en el lado soleado de la casa, y recoger unas margaritas, y el capullo de rosa de China que, por crecer junto a la chimenea de la cocina, había escapado a la helada; y luego, cuando su madre no miraba, abrió la tela que había dentro del cesto, y que contenía las salchichas, e introdujo dos huevos frescos, y colocó sus flores de otoño entre los pliegues de la tela.
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Los amores de Sylvia - Elizabeth Gaskell
Ficção HistóricaEsta novela, quizá una de las más inolvidables de toda la narrativa victoriana, describe la historia de Sylvia Robson, una joven provinciana de la que se enamoran dos hombres de carácter antagónico: el comerciante Philip Hepburn y el arponero Charle...