29 - El vestido de novia

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Philip y Sylvia estaban prometidos. Pero la felicidad no era tanta como Philip había imaginado. Lo descubrió cuando no habían pasado veinticuatro horas desde que Sylvia prometiera ser suya. Era incapaz de decir qué lo dejaba insatisfecho; si alguien le hubiera obligado a explicar sus sentimientos, probablemente habría aducido que la actitud de Sylvia con él era la misma que antes de prometerse. Se mostraba tranquila y amable; pero ni más tímida, ni más alegre, ni más reservada, ni más feliz que en los meses anteriores. Cuando ella se le acercó, mientras él estaba apoyado en la verja de la parcela, el corazón de Philip latía con fuerza, sus ojos resplandecían de amor. Pero ella ni se ruborizó ni sonrió, sino que parecía absorta en sus pensamientos. Se resistió al silencioso esfuerzo de Philip por apartarla del sendero que llevaba a la casa, y no apartó la mirada de esta. Él murmuró unas palabras, que ella apenas oyó. Justo en su camino se encontraba el abrevadero de piedra, donde llegaba un agua fresca y borboteante procedente de un manantial situado junto al camino, y de donde se sacaba toda el agua de uso doméstico que se utilizaba en Haytersbank Farm. Junto a él estaban los recipientes de leche, relucientes y limpios. Sylvia sabía que tendría que detenerse a recogerlos, y llevarlos a casa para el ordeño de la tarde; y en aquel momento, mientras lo hacía, decidió soltar todo lo que había en su mente.

Estaban allí. Sylvia habló.

—Philip, Kester me ha dicho que es posible que...

—¡Vaya! —dijo Philip.

Sylvia se sentó al borde del abrevadero, y mojó su manita caliente en el agua. A continuación habló deprisa, levantó sus hermosos ojos y miró a Philip a la cara con una expresión interrogativa:

—Piensa que Charley Kinraid pudo haber sido apresado por la patrulla.

Era la primera vez que nombraba a su antiguo enamorado desde aquel remoto día en que este había sido motivo de riña entre ella y Philip; y se sonrojó completamente; pero en ningún momento sus ojos dulces y confiados dejaron de mirarle fijamente.

A Philip se le paró el corazón; literalmente, como si de pronto hubiera llegado a un precipicio mientras creía caminar a salvo por una pradera soleada. Se puso encarnado de consternación; no se atrevía a apartar los ojos de la mirada seria y triste de ella; pero dio gracias de que una niebla se interpusiera ante ellos y arrojara un velo sobre su cabeza. Se oyó decir unas palabras que no parecían haber sido concebidas por su mente.

—Kester... es un necio —gruñó.

—Dice que puede haber una posibilidad entre cien —dijo Sylvia, como si defendiera a Kester—. ¡Pero... oh, Philip! ¿Crees que existe siquiera esa posibilidad?

—Bueno, seguro que existe esa posibilidad —dijo Philip, con tan furiosa desesperación que no se daba cuenta de lo que hacía ni decía—. Supongo que es posible que las cosas que no hemos visto con nuestros propios ojos no hayan ocurrido nunca. A lo mejor también dice Kester que existe una posibilidad de que tu padre no esté muerto, porque ninguno de nosotros le vio...

«Ahorcado», iba a decir, pero un soplo de humanidad alcanzó su corazón de piedra. Sylvia soltó un grito agudo ante aquellas palabras. Al oírlo, Philip deseó cogerla en brazos y consolarla, igual que una madre consuela a su hijo que llora. Pero el tener que reprimir ese deseo solo le hizo sentir más culpa, angustia y rabia. Ahora estaban en silencio. Sylvia contemplaba tristemente el agua que corría y borboteaba, feliz. Philip le lanzó una mirada feroz, deseando que dijera lo que tenía que decir aunque eso le atravesara el corazón. Pero Sylvia no dijo nada.

Al final, incapaz de soportarlo más, Philip habló.

—Aprecias mucho a ese hombre, Sylvie.

Si «ese hombre» hubiera estado allí en ese momento, Philip habría luchado con él, y no lo habría soltado hasta que uno de los dos hubiera muerto. Sylvia captó el apasionado sentido del triste y desdichado tono de Philip al decir aquellas palabras. Alzó los ojos hacia él.

Los amores de Sylvia - Elizabeth GaskellDonde viven las historias. Descúbrelo ahora