11 - Visiones del futuro

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Antes de que acabara mayo, Molly Corney estaba casada y se había mudado a Newcastle. Aunque Charley Kinraid no fue el novio, Sylvia recordó la ilusión que le hacía ser dama de honor. Pero la amistad entre las dos muchachas, acaecida por las circunstancias de ser vecinas y tener la misma edad, se había debilitado muchísimo en el tiempo transcurrido entre el compromiso de Molly y su boda. En primer lugar, porque los preparativos le ocupaban todo el tiempo, y luego por la euforia que sentía ante la fortuna de casarse, y casarse, además, antes que su hermana mayor: la consecuencia de ello fue que sus defectos emergieron en toda su intensidad. Sylvia la encontraba egoísta; la señora Robson la hallaba poco recatada. Un año antes, Sylvia habría lamentado su ausencia y la habría echado de menos; ahora le resultaba casi un alivio verse libre de alguien que siempre exigía que le demostraran simpatía, que nunca se hartaba de que la felicitaran, y que no poseía ningún pensamiento ni sentimiento que dedicar a los demás; al menos no en esas semanas de «cacareo», como la señora Bell insistía en llamarlas. Rara era la vez que Bell insistía en una idea humorística, pero como ella era la autora de aquella broma solitaria, siempre la traía a colación... y a continuación proseguía con su símil aviario.

Cada vez que, a lo largo de ese verano, Philip veía a su prima, la encontraba más guapa que nunca; un nuevo toque de color, un nuevo y dulce encanto, parecían haberse añadido, al igual que cada nuevo día de verano añade belleza a las flores. Y no es que fuera fruto de la fantasía de Philip. Hester Rose no tenía otro remedio que reconocer, las pocas veces en que veía a Sylvia, que no era de extrañar que fuera una muchacha tan querida y admirada.

Un día Hester la había visto sentada con su madre en el mercado; había una cesta a su lado, y sobre el paño limpio que cubría las libras de mantequilla, había colocado las rosas silvestres y madreselvas que había recogido de camino a Monkshaven; tenía el sombrero de paja sobre la rodilla, y en aquel momento estaba colocando algunas flores en la cinta que rodeaba el sombrero. A continuación lo levantó con una mano y le dio vueltas y vueltas, ladeando la cabeza, para ver cómo quedaban; y durante todo ese tiempo, Hester, que la miraba a través de los pliegues de las prendas que se exhibían en el escaparate de Foster's, la contempló con unos ojos melancólicos y llenos de admiración; y se preguntó si Philip, en el otro mostrador, sabía que su prima estaba allí, tan cerca de él. A continuación Sylvia se puso el sombrero, y, levantando la mirada hacia el escaparate de la pañería, vio la cara de interés de Hester, y sonrió y se sonrojó ante el hecho de que alguien la hubiera visto entregada a aquellas nimias vanidades, y Hester le devolvió la sonrisa, pero esta fue triste. En ese momento entró una clienta y Hester tuvo que atenderla, pues en los días de mercado solía haber mucho trabajo. Mientras despachaba a la clienta, vio que Philip salía apresuradamente de la tienda con la cabeza descubierta, impaciente y feliz por algo que había visto fuera. Colgaba un pequeño espejo de la pared que había junto a Hester, colocado en aquel rincón retirado, a fin de que las mujeres que entraban a comprarse un sombrero pudieran ver el efecto antes de quedárselo. Durante la pausa habitual, Hester, medio avergonzada, se retiró hacia ese rincón y se miró en el espejo. ¿Y qué vio? Una cara sin color, un pelo suave, oscuro y sin brillo, unos ojos melancólicos que no sonreían, una boca apretada en un gesto de insatisfacción. Eso era lo que había que comparar con la cara hermosa y resplandeciente de Sylvia a la luz del sol de la plaza. Tragó saliva para reprimir el suspiro que le subía por la garganta, y se dispuso, con más paciencia aún que antes de tener esa visión descorazonada, a satisfacer todos los caprichos y fantasías de los compradores.

La propia Sylvia se había molestado bastante por la manera en que Philip se le había acercado. «Me hace parecer tonta —pensó—. Y para qué ha de llamar tanto la atención, apareciendo entre la gente del mercado de esta manera.» Y cuando él se puso a admirar el sombrero que ella había adornado, ella se enfurruño, arrancó las flores, las tiró y las pisoteó.

Los amores de Sylvia - Elizabeth GaskellDonde viven las historias. Descúbrelo ahora