El tener que ocuparse de cada vez más aspectos de la tienda tuvo muy atareado a Philip durante los meses posteriores al período al que nos hemos referido en el capítulo anterior. De haber recordado la última conversación con su tía, se habría sentido incómodo ante su incapacidad para llevar a cabo su promesa de vigilar a su hermosa prima, pero a mediados de noviembre, Bell Robson cayó víctima de una fiebre reumática, y su hija dedicó casi todo su tiempo a cuidarla. En la mente de Sylvia no hubo pensamientos de compañía ni diversión mientras duró la enfermedad de su madre. Vehemente en todos sus sentimientos, descubrió, en el temor a perder a su madre, el apasionado afecto que le profesaba. Hasta aquel momento había supuesto, como es habitual en los niños, que sus padres vivirían para siempre; y ahora que era cuestión de días, y que a lo mejor la semana siguiente su madre estaba enterrada y ya no volvía a verla nunca más, le servía en todo lo que podía, le demostraba su afecto a la menor oportunidad, como si esperara condensar el amor y cuidados de años en los pocos días que podían quedarle. Pero la señora Robson sobrevivió, comenzó a recuperarse lentamente, y antes de Navidad ya estaba sentada junto al fuego de la sala, pálida y debilitada, envuelta en chales y mantas, pero de nuevo en su sitio, donde Sylvia no había esperado volver a verla. Philip apareció una noche y encontró a Sylvia eufórica. Pensaba que estaba ya todo hecho, ahora que su madre volvía a estar en la sala; reía con alegría; besaba a su madre; le estrechaba la mano a Philip, y casi le daba pie a que él le hablara con más ternura de la que era habitual en él; pero, mientras él le hablaba, había que arreglar los cojines de su madre, y Sylvia ya no prestaba más atención a sus palabras que si se las dirigiera a la gata que, sobre las rodillas de la enferma, ronroneaba dando la bienvenida a aquella débil mano que suavemente le acariciaba el lomo. Robson no tardó en llegar, y parecía más viejo y menos locuaz que la última vez que Philip le viera. Instó a su mujer a que tomara un poco de aguardiente con agua; pero cuando ella se negó, casi como si detestara la simple idea de olerlo, él se contentó con compartir el té de su esposa, aunque no dejó de acusar a ese brebaje de «aguar el corazón de los hombres» y de atribuirle la degeneración del mundo, que aumentaba muchísimo a su alrededor ahora que era anciano. Al mismo tiempo, ese pequeño sacrificio le puso de un inusual buen humor, y, mezclado con una verdadera alegría al comprobar que su mujer se estaba recuperando, le hizo recuperar algo de la ternura que, combinada con su habitual desenfado, había ganado el corazón de la sobria Isabella Preston muchos años atrás. Se sentó junto a Bell, le cogió la mano y habló de los viejos tiempos a la joven pareja que tenía delante; de sus aventuras y huidas, de cómo había conquistado a su esposa. Ella, sonriendo débilmente ante el recuerdo de aquella época, aunque medio avergonzada de que se revelaran algunos detalles de su noviazgo, decía de vez en cuando:
—Debería darte vergüenza, Dannel... yo nunca hice eso.
Y rechazos de este tipo.
—No te la creas, Sylvie. Era una mujer, y no existe ninguna mujer a la que no le guste tener un enamorado, y sabe perfectamente cuándo un mozo le pone ojos de cordero; y ay, antes de que él se entere, ya lo han pescado. Mi mujer era muy guapa, y así la consideraba todo el mundo, aunque ella iba con la cabeza bien alta, pues al ser una Preston procedía de una familia que en otra época había gozado de posición y dinero. Aquí tienes a Philip, quien me apuesto que se siente orgulloso de ser un Preston por parte de madre, pues eso se lleva en la sangre, muchacha. Me doy cuenta de cuándo un descendiente de los Preston está orgulloso de su parentela por la forma de la nariz. Philip y mi señora tienen una manera especial de poner la nariz, como si husmearan al resto de los mortales para saber si son lo bastante buenos para relacionarse con ellos. ¡Tú y yo somos Robson, muchacha, gente de galleta de avena, mientras ellos son de pastel fino. ¡Señor! Cómo me hablaba Bell. Era tan cortante que parecía que yo no fuera un cristiano, y en la época en que ya me amaba mucho, y yo lo sabía perfectamente, aunque fingía no saberlo. Philip, cuando te decidas a cortejar, ven a verme, y te diré algunos trucos. Y he demostrado lo bien que sé elegir esposa mediante signos e indicios, ¿no es verdad, señora? Acude a mí, muchacho, y enséñame a la moza, y yo le echaré un vistazo y te diré si vale la pena o no; y si lo merece, te diré cómo conquistarla.
ESTÁS LEYENDO
Los amores de Sylvia - Elizabeth Gaskell
Historical FictionEsta novela, quizá una de las más inolvidables de toda la narrativa victoriana, describe la historia de Sylvia Robson, una joven provinciana de la que se enamoran dos hombres de carácter antagónico: el comerciante Philip Hepburn y el arponero Charle...