45 - Salvado y perdido

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La tarde del día posterior al que el desconocido propietario de la media corona había señalado para pasarse por casa de William Darley, Hester salió de su casa. Se había repetido una y otra vez que el tiempo y la paciencia eran sus mejores aliados. Su plan era, en primer lugar, averiguar todo lo que pudiera de Philip; y a continuación, si las circunstancias lo permitían, como así sería con toda probabilidad, dejar caer lentamente palabras y pensamientos apaciguadores, curativos sobre el terco e implacable corazón de Sylvia. De modo que Hester se vistió y bajó al muelle, aquella tarde, tras cerrar la tienda.

¡Pobre Sylvia! Era implacable, pero no todo lo terca que Hester creía. Muchas veces, desde la marcha de Philip, había echado de menos de manera inconsciente su amor protector; cuando la gente le hablaba bruscamente, cuando Alice la reprendía por ser una de las no elegidas, cuando en la afable seriedad de Hester asomaba cierta severidad; cuando en el fondo de su corazón ignoraba cómo habría juzgado su madre su comportamiento de haberlo sabido todo, como posiblemente lo sabía ahora. Philip siempre le había hablado con cariño durante los dieciocho meses de su vida de casados, excepto en las dos ocasiones ya mencionadas: cuando ella le contó que había soñado que Kinraid regresaba, y la noche antes de que ella descubriera que él le había ocultado el secreto de la involuntaria desaparición de Kinraid.

Tras descubrir que Kinraid se había casado, su corazón se volvió aún con más fuerza hacia Philip; ahora creía que este había juzgado acertadamente al justificar su doble juego; estaba más indignada con la volubilidad de Kinraid de lo que tenía derecho a estarlo; y comenzaba a apreciar al valor de un amor constante como había sido el de Philip, que se había iniciado cuando ella comenzó a intuir lo que debía de ser el amor de un hombre por una mujer y se arredró ante el tono cariñoso que puso en la palabra que usaba para ella, una chica de doce años: «Pequeña», como acostumbraba a llamarla.

Pero en medio de todo ese desenconamiento aparecía la sombra de su juramento: como el frío que trae una gran nube sobre una planicie soleada. ¿Cuál había de ser su decisión? ¿Cuál sería su deber si él volvía y una vez más la llamaba «esposa»? Débil y supersticioso como era su carácter, no quería ni imaginar esa posibilidad; y eso reforzaba su decisión de no volver a pronunciar palabras tan implacables; y evitaba el tema en las raras ocasiones en que Hester intentaba sacarlo con la esperanza de ablandar el corazón de Sylvia, que ella veía tan endurecido en ese punto.

Aquella luminosa tarde de verano, mientras Hester se iba rumbo al muelle, Sylvia permanecía en la sala de estar con la ropa de salir, observando el cielo impaciente, lleno de nubes pasajeras, y teñido de los cálidos tonos del inminente atardecer. No podía dejar a Alice: la anciana estaba tan enferma que siempre la acompañaban o Sylvia o su hija; no obstante, Sylvia tenía que ir a buscar a Bella a la parte nueva, donde había ido a cenar con Jeremiah Foster. Hester le había dicho que no estaría fuera más de un cuarto de hora; y Hester solía ser tan puntual que cada vez que Sylvia se despistaba en ese punto parecía como si ofendiera a aquellos que habían aprendido a confiar en ella. Sylvia quería ir a ver a la viuda Dobson, y averiguar cuándo volvía Kester. Habían pasado más de dos meses, y Sylvia, por medio de los Foster, se había enterado de un empleo que podía irle muy bien y serle provechoso a Kester, y pensaba que este se alegraría de saberlo lo antes posible. Hacía ya tiempo que no cruzaba el puente, y, por lo que sabía, era posible que Kester ya hubiera vuelto de su estancia en las colinas de Cheviot. Kester había vuelto. No habían pasado ni cinco minutos de esos pensamientos cuando la apresurada mano de Kester levantó el picaporte de la puerta de la cocina, y sus veloces pasos lo llevaron cara a cara con Sylvia. La sonrisa de saludo que apareció en los labios de Sylvia se heló al ver la mirada de él: tenía los ojos en blanco, la expresión desencajada, y sin embargo lastimera.

—Estupendo —dijo al ver que Sylvia llevaba puesta la ropa de salir—. Has de venir enseguida. Vamos.

—¡Oh, Dios mío, mi hija! —gritó Sylvia, agarrándose a la silla que tenía cerca, pero recuperándose al comprender que debía enfrentarse a lo ocurrido, fuera lo que fuera.

Los amores de Sylvia - Elizabeth GaskellDonde viven las historias. Descúbrelo ahora