El correo llegaba a Monkshaven tres veces por semana; a veces no había ni una docena de cartas en la saca, traída por un hombre en un carro ligero, que tardaba casi todo un día en llegar desde York, donde dejaba sacas privadas aquí y allá en los páramos, en la residencia de algún terrateniente o alguna posada junto al camino. De las cartas que llegaban a Monkshaven, la mayor parte eran para los Foster, tenderos y banqueros.
La mañana después de que Sylvia se prometiera con Kinraid, los Foster parecían esperar sus cartas con inhabitual impaciencia. Varias veces Jeremiah salió del cuarto de estar en el que su hermano John estaba sentado en expectante silencio, y, tras cruzar la tienda, recorrió la plaza del mercado en busca de la mujer tullida a la que, por caridad, se le pagaba por entregar las cartas, y que aquella mañana debía de estar más tullida que nunca, a juzgar por lo que tardaba en llegar. Aunque solo los Foster conocían la causa de su impaciencia, existía una tácita simpatía entre ellos y sus empleados, por lo que tanto Hepburn como Coulson y Hester se quedaron enormemente aliviados cuando la anciana apareció por fin con su cesto de cartas.
Una de ellas parecía de especial importancia para los hermanos. Los dos miraron por separado la dirección, y luego el uno al otro; y sin decir palabra regresaron a la sala de estar sin haber leído la carta; cerraron la puerta y corrieron la cortina de seda verde para leerla en mayor intimidad.
Tanto Coulson como Philip intuyeron que algo extraño ocurría, y es probable que su mente se dividiera por igual entre el posible contenido de aquella carta procedente de Londres y la atención a los clientes presentes en la tienda. Pero por suerte había poco trabajo. Philip, de hecho, estaba bastante desocupado cuando John Foster abrió la puerta del cuarto de estar, y, un tanto dubitativo, le llamó. Cuando la puerta se cerró tras él, Coulson se sintió un tanto ultrajado. Un minuto atrás, Philip sabía tan poco como él del asunto, pero al parecer ahora iba a estar completamente al corriente. Pero no tardó en aceptar la situación, actitud que estaba en parte en su naturaleza y en parte obedecía a su educación cuáquera.
Al parecer, era por deseo de John Foster por lo que habían llamado a Philip. Jeremiah, el hermano menos enérgico y decidido, aún estaba discutiendo la conveniencia de dar ese paso cuando Philip entró.
—No hay prisa, John; mejor no llamar al joven hasta que no hayamos discutido un poco más el asunto.
Pero el joven estaba ya en su presencia; y la voluntad de John había imperado.
Por lo que le contaron a Philip (explicación que John, adelantándose a su hermano, más lento de decisiones, consideraba un paso necesario), los Foster llevaban algún tiempo recibiendo cartas anónimas en las que les advertían, de manera palmaria, aunque en términos ambiguos, en contra de un fabricante de seda de Spitafields, con quien habían tenido una buena relación comercial durante muchos años, pero al que últimamente le habían avanzado dinero. Las cartas insinuaban que el fabricante era por completo insolvente. Los hermanos habían instado a su corresponsal a que les revelara su nombre de manera confidencial, y esta mañana había llegado la respuesta; pero aquel nombre les era por completo desconocido, aunque no había razón alguna para dudar de que el nombre o la dirección no fuesen auténticos, pues esta última se la remitían en la carta. Se mencionaban ciertas circunstancias de las transacciones entre los Foster y el fabricante que solo podían conocer quienes gozaran de la confianza de los unos o del otro; y para los Foster aquel hombre, como ya se ha dicho, era un perfecto desconocido. Probablemente no se habrían arriesgado como lo habían hecho por el fabricante Dickinson de no haber pertenecido este a la misma iglesia que ellos y no haberse distinguido públicamente por su excelente y filantrópico carácter; pero ahora esas cartas les llenaban de inquietud, sobre todo desde que el correo de aquella mañana trajera el nombre del informante y diversos detalles que demostraban que conocía perfectamente los asuntos de Dickinson.
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Los amores de Sylvia - Elizabeth Gaskell
Ficción históricaEsta novela, quizá una de las más inolvidables de toda la narrativa victoriana, describe la historia de Sylvia Robson, una joven provinciana de la que se enamoran dos hombres de carácter antagónico: el comerciante Philip Hepburn y el arponero Charle...