Sylvia seguía obsesionada con las historias del arponero cuando Hepburn apareció unos días después para la siguiente clase. Pero la perspectiva de ganarse unos sensatos elogios por escribir toda una página de floridos «Abednegos» había perdido el poco atractivo que pudiera haber tenido alguna vez. Sylvia se sentía más inclinada a conseguir que alguien compartiera su interés en los peligros y aventuras de los mares del norte que en concentrar y controlar su mente hacia la correcta formación de las letras. De manera poco prudente, intentó repetir uno de los relatos que le había oído a Kinraid; y cuando comprobó que a Hepburn (si, de hecho, no lo hubiera considerado una ridícula invención) le parecía que solo estaba interrumpiendo aquella seria labor que tenían entre manos, en la que Philip procuraba concentrarse con toda la paciencia de que era capaz, con la esperanza de que Sylvia se aplicara diligentemente a su cuaderno de caligrafía cuando se le hubiera despejado la cabeza, Sylvia apretó sus hermosos labios, como para reprimir cualquier otro intento de atraerle hacia aquellas historias, y se dispuso a hacer su clase de caligrafía con un estado de ánimo muy rebelde, que no se expresó en forma de motín solo porque estaba su madre presente.
—Después de todo —dijo Sylvia, arrojando su pluma y abriendo y cerrando su mano cansada y agarrotada—, no veo de qué me sirve agotarme aprendiendo a escribir cartas cuando no he recibido ninguna en mi vida. ¿Por qué he de aprender a escribir respuestas, si nadie me escribe? Y si recibiera alguna, no sabría leerla; si no entiendo ni los libros impresos, donde seguro que hay palabras modernas. Ojalá desterraran a todos los hombres que se estrujan el cerebro inventando palabras nuevas. ¿Por qué la gente no puede utilizar las de siempre?
—¡Vaya! Tú utilizarás unas doscientas o trescientas palabras cada día de tu vida, Sylvie; y en la tienda yo debo utilizar muchas más que ni siquiera conoces; y la gente que trabaja en los campos tiene las suyas, por no hablar del sofisticado inglés que hablan los abogados y los párrocos.
—Bueno, pues leer y escribir es un fastidio. ¿No puedes enseñarme otra cosa, si hemos de dar clases?
—Están las sumas... y la geografía —dijo Hepburn, lenta y gravemente.
—¡La geografía! —dijo Sylvia, animándose y pronunciando quizá la palabra de manera incorrecta—. Me gustaría que me enseñaras geografía. Hay muchos lugares que quiero conocer.
—Bueno, la próxima vez traeré un libro y un mapa. Pero puedo adelantarte algo. El globo terráqueo se divide en cuatro cuartos.
—¿Qué globo es ese?
—El globo de la tierra; el lugar donde vivimos.
—Sigue. ¿Y qué cuarto es Groenlandia?
—Groenlandia no es ningún cuarto. Es solo una parte.
—Quizá sea medio cuarto.
—No, no tanto.
—¿Un cuarto de cuarto?
—No —replicó él con una sonrisa.
Sylvia se dijo que Philip estaba rebajando el tamaño de Groenlandia para hacerla enfadar, así que puso un puchero y dijo:
—Groenlandia es toda la geografía que quiero conocer. Bueno, quizá también York. Me gustaría saber de York a causa de las carreras, y de Londres, porque el rey Jorge vive allí.
—Pero si aprendes geografía, debes aprender dónde están todos los lugares: dónde hace frío y dónde calor, cuántos habitantes tiene cada sitio, qué ríos hay y cuáles son las ciudades principales.
—No me cabe duda, Sylvia, de que si Philip consigue enseñarte todo eso, serás un pozo de saber como no lo ha sido ninguno de los Preston desde que mi bisabuelo perdió sus propiedades. Y yo estaré muy orgullosa de ti; parecerá que volvemos a ser los Preston de Slaideburn.
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Los amores de Sylvia - Elizabeth Gaskell
Historical FictionEsta novela, quizá una de las más inolvidables de toda la narrativa victoriana, describe la historia de Sylvia Robson, una joven provinciana de la que se enamoran dos hombres de carácter antagónico: el comerciante Philip Hepburn y el arponero Charle...