26 - Una triste vigilia

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A través de la oscura lluvia, contra el frío viento, traqueteando sobre las irregulares piedras, se fue Hester en el pequeño carro. Su corazón se rebelaba contra su destino; lágrimas tibias acudían a sus ojos sin que pudiera evitarlo. Pero su rebelde corazón se fue aliviando, y las lágrimas regresaron a su origen antes de que le llegara el momento de apearse.

El cochero le hizo dar media vuelta al caballo en el angosto sendero, y le gritó a Hester que se diera prisa, cuando esta, con la cabeza gacha, bajó a duras penas por el camino que llevaba hasta Haytersbank Farm. Desde lo alto de la colina, Hester vio luz en la ventana, e involuntariamente aflojó el paso. Jamás había visto a Bell Robson, y ¿la recordaría Sylvia? Si no, qué incómoda se sentiría teniendo que dar explicaciones de quién era, por qué había ido y cuál era su recado. Sin embargo, había que hacerlo; de modo que siguió andando, y cuando llegó al pequeño porche, dio unos débiles golpes en la puerta; pero con el rugir de la tormenta no se la oyó. De nuevo llamó, y se apagó el murmullo de las mujeres que había dentro, y alguien se acercó rápidamente a la puerta y la abrió con brusquedad.

Era Sylvia. Aunque tenía la cara completamente en sombras, Hester la reconoció enseguida; pero Sylvia, que habría reconocido a Hester de ir esta menos cubierta, no supo quién era esa mujer abrigada con una gran capa, con el sombrero sujeto con la ayuda de un pañuelo de seda, que estaba en el porche a esa hora de la noche. Y tampoco estaba de humor para preguntar. Dijo apresuradamente, con una voz ronca y árida de tristeza:

—Váyase. Aquí no recibimos a forasteros. Ya tenemos bastantes cosas en que pensar.

Y a continuación le cerró a Hester la puerta en las narices, antes de que esta última pudiera decir palabra para explicar su presencia. Hester se quedó inmóvil en el oscuro y húmedo porche, desconcertada, y se preguntó cómo hacer para que la escucharan a través de la puerta cerrada con pestillo. Pero no tuvo que esperar mucho; alguien estaba de nuevo en la puerta, hablando en un tono de desazón y reproche, y lentamente quitaba los pestillos. La figura alta y enjuta de una mujer mayor se recortó contra el fuego que había dentro de la casa nada más abrirse la puerta; una mano salió de esa figura, como la que recibió a la paloma en el arca, y Hester fue invitada a acercarse al calor y a la luz, mientras la voz de Bell seguía hablándole a Sylvia antes de dirigirse a la empapada forastera:

—Ni a un perro echaría de mi casa en una noche como esta; no hay que dejar que el dolor endurezca nuestro corazón. Pero, oh, señora —a Hester—, debe perdonarnos, una gran desgracia nos ha acaecido hoy, y de tanto llorar y lamentarnos no sabemos ni lo que hacemos.

Bell se sentó, y cubrió su pobre cara ajada con el delantal, como si, por decoro, quisiera ocultar los signos del dolor de la mirada de un desconocido. Sylvia, con la cara cubierta de lágrimas, y mirando de soslayo y casi con fiereza a la desconocida que se había metido en su casa, se acercó a su madre, y, arrodillándose junto a ella, le puso los brazos alrededor de la cintura, y casi se tendió sobre su regazo, sin dejar de mirar a Hester con aquellos ojos fríos y desconfiados, cuya expresión repelía y amilanaba a esa pobre mensajera que no había ido por gusto, y la hizo permanecer en silencio hasta que hubo pasado casi un minuto desde su entrada. Bell bajó el delantal y se descubrió la cara.

—Tiene frío y está empapada —dijo—. Acérquese al fuego y caliéntese; debe perdonarnos por estar hoy lentas de pensamiento.

—Es usted muy amable, mucho, de verdad —dijo Hester, conmovida por el evidente esfuerzo que hacía la mujer por olvidar sus pesares y cumplir con los deberes de la hospitalidad, y sintiendo amor por Bella a partir de ese momento.

—Soy Hester Rose —añadió, dirigiéndose también a Sylvia, con la idea de que a lo mejor esta recordaría su nombre—, y Philip Hepburn me ha enviado en un carro hasta los peldaños de la cerca para recogerlas y llevarlas a Monkshaven.

Los amores de Sylvia - Elizabeth GaskellDonde viven las historias. Descúbrelo ahora