Los infortunios de Philip comenzaron del modo siguiente. Sylvia se estaba recuperando rápidamente, pero su debilidad parecía hallarse en un punto estacionario: noches en vela sucedían a días de languidez. De vez en cuando se quedaba dormida por las tardes, pero solía despertarse sobresaltada y febril.
Una tarde Philip había subido sin hacer ruido a su dormitorio para echarle un vistazo a Sylvia y a la niña, pero sus esfuerzos por no hacer ruido acabaron provocando el chirrido de los goznes de la puerta. La enfermera que habían contratado para cuidar a Sylvia se había llevado al bebé a otra habitación para que ningún ruido la despertara; y probablemente le habría advertido a Philip que no entrara en la habitación de su esposa de haberlo sabido. Pero Philip abrió la puerta, hizo ruido y Sylvia se incorporó, la cara roja, los ojos desorbitados y vacilantes; miró a su alrededor como si no supiera dónde estaba, se apartó el pelo de la frente. Todo ello lo vio Philip, consternado y pesaroso. Pero se quedó quieto, con la esperanza de que ella se echara y se tranquilizara. Sylvia, sin embargo, extendió los brazos en gesto implorante, y dijo, con una voz llena de anhelo y lágrimas:
—¡Oh, Charley! ¡Ven conmigo, ven conmigo!
A continuación, al darse cuenta de dónde se encontraba, se echó de nuevo sobre la cama y comenzó a sollozar. El corazón de Philip le hervía en el pecho; lo mismo le habría ocurrido a cualquier hombre en esas circunstancias, pero había en él esa ocultación culpable que agravaba la intensidad de los sentimientos. Y el que Sylvia llamara a otro hombre también le irritó, en parte por su ansioso amor, que le hacían plenamente consciente del daño físico que ella se estaba provocando. En aquel momento se movió, o hizo un ruido sin querer; ella volvió a incorporarse, y habló:
—¿Quién está ahí? ¡Por amor de Dios, que hable quienquiera que sea!
—Soy yo —dijo Philip, acercándose y procurando apaciguar esa complicada mezcla de amor y celos, remordimiento y cólera, que le desbocaba el corazón y casi le sacaba de sus casillas.
De hecho, Philip ya debía de estar bastante alterado cuando entró, pues de otro modo jamás hubiese pronunciado aquellas imprudentes y crueles palabras. Pero fue ella quien habló primero, en un tono afligido y quejumbroso.
—¡Oh, Philip, me he quedado dormida, y sin embargo pensaba que estaba despierta! Y vi a Charley Kinraid tan claramente como te veo a ti ahora, y no se había ahogado. Estoy segura de que está vivo; lo vi tan claro, tan lleno de vida. ¡Oh! ¿Qué voy a hacer? ¿Qué voy a hacer?
Se retorció las manos en febril desazón. Impulsado por apasionados sentimientos de diverso tipo, y también por su deseo de apagar la agitación que tanto daño hacía a Sylvia, Philip habló, apenas sabiendo lo que decía.
—¡Kinraid está muerto, ya te lo digo, Sylvia! ¿Y qué clase de mujer eres tú que sueñas así con otro hombre, y tanto te afecta su suerte, cuando eres una mujer casada y tienes un hijo con tu marido?
Al instante deseó haberse mordido la lengua. Ella le miró con el mudo reproche que a veces vemos (¡Dios nos asista!) en los ojos de los muertos, cuando aparecen ante nuestros tristes recuerdos en la noche; le miró con unos ojos solemnes, escrutadores, sin decir una palabra en su defensa. A continuación volvió a tenderse, inmóvil y silenciosa. Philip había sentido un instantáneo remordimiento por sus palabras, pues no bien dichas notó una punzada en el corazón; pero los ojos fijos y dilatados de Sylvia le dejaron mudo y quieto, como hechizado.
Corrió hacia la cama donde ella estaba echada, y medio arrodillado y medio tendido sobre el lecho, le imploró perdón; sin importarle en ese momento cualquier consecuencia perjudicial que pudiera tener para ella, le pareció que debía obtener su perdón, su absolución a cualquier precio, aun cuando ambos murieran en el acto de reconciliación. Pero ella estaba sin habla, y, por lo que él podía ver, quieta, mientras la cama se movía por el temblor que ella no podía controlar.
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Los amores de Sylvia - Elizabeth Gaskell
Historical FictionEsta novela, quizá una de las más inolvidables de toda la narrativa victoriana, describe la historia de Sylvia Robson, una joven provinciana de la que se enamoran dos hombres de carácter antagónico: el comerciante Philip Hepburn y el arponero Charle...