Philip anduvo hasta la granja de Robson como el que camina en un sueño: todo cuanto le rodea se amolda a sus deseos, pero es consciente de que existe un obstáculo secreto, misterioso e inevitable a su dicha. Hepburn prefería no pensar para no saber cuál era ese obstáculo, que en su caso no tenía por qué ser misterioso.
Aquella tarde de mayo era espléndida de luz y sombras. El sol carmesí calentaba el gélido aire del norte y lo aproximaba a un agradable calor. Alrededor se prodigaban las visiones y sonidos de la primavera; los corderos balaban su amable agotamiento antes de ponerse a descansar junto a sus madres; los pardales gorjeaban en las matas de dorada aulaga que emergían de las paredes de piedra; la alondra cantaba sus buenas noches en el cielo sin nubes, antes de posarse en su nido, en el suave trigo verde; todo hablaba de paz... pero en el corazón de Philip no había paz.
Sin embargo, estaba decidido a proclamar su buena suerte. Aquel día los Foster habían anunciado públicamente que Coulson y él iban a ser sus sucesores, y ahora había llegado el anhelado momento en que había decidido confesarle su amor a Sylvia, y esforzarse abiertamente para ganarse el de ella. Pero, ¡ah!, el cumplimiento de ese deseo había quedado tristemente atrás. En relación a su vida profesional, jamás, ni en sus momentos más optimistas, había pensado llegar tan lejos, pero por lo que se refería a conseguir a Sylvia, no había avanzado nada... había retrocedido, incluso. Aunque el apresamiento de Kinraid había eliminado el obstáculo principal. Philip decidió que, con un hombre como el arponero, la ausencia era equivalente a un desleal olvido. Pensó que aquella decisión estaba fundada, después de lo que había oído acerca del comportamiento de Kinraid en relación a Annie Coulson, a la otra muchacha anónima, su sucesora en el veleidoso corazón de Kinraid, y a las mencionadas en la procaz charla de los marineros en la taberna de Newcastle. Más le valía a Sylvia olvidarlo lo antes posible; y para contribuir a ese olvido, jamás sacaría a colación el nombre de ese enamorado, ni para alabarlo ni para censurarlo. Y Philip sería paciente y perseverante; no dejaría de vigilarla ni de esforzarse por ganar su reticente amor.
¡Ahí estaba Sylvia! La vio desde lo alto del senderuelo de la colina que llevaba hasta la puerta de los Robson. Estaba en el jardín, el cual, a cierta distancia de la casa, ascendía el terraplén que había al otro lado del barranco; estaba demasiado lejos para llamarla, pero no para contemplarla con unos ojos que acariciaban cada uno de sus movimientos. Qué bien conocía Philip ese jardín; algún granjero anterior lo había colocado, mucho tiempo atrás, en la ladera que daba al sur; estaba cercado con toscas piedras del páramo; había arbustos de bayas comestibles, y el abrótano y la eglantina por su dulce olor. Cuando los Robson se mudaron a Haytersbank, y Sylvia era poco más que una niña mona, qué bien recordaba haberla ayudado a arreglar el jardín, gastándose los pocos peniques de que disponía en margaritas en una ocasión, en semillas de flores en otra; o en un rosal dentro de un tiesto. Recordó cómo sus manos, poco acostumbradas al trabajo físico, le habían dado a la azada para levantar ese puentecillo primitivo sobre el arroyo en la pequeña depresión, antes de que las corrientes del invierno lo hicieran demasiado profundo para vadearlo; cómo había cortado ramas del serbal y las había cubierto, aunque adornadas con sus bayas escarlata, con tepes de hierba verde, más allá de los cuales iba avanzando su esplendor; pero habían pasado meses y años desde que estuviera en ese jardín, que había perdido su encanto para Sylvia, que veía cómo los inhóspitos vientos marinos malograban todos sus intentos de cultivar otras cosas aparte de las útiles: hierbas aromáticas, caléndulas, patatas, cebollas y cosas así. ¿Por qué permanecía Sylvia allí ahora, inmóvil junto al trozo más alto de tapia, mirando al mar, haciéndose sombra con una mano? Tan inmóvil como si fuera una estatua de piedra. Philip comenzó a desear que se moviera, que le mirara, o cuando menos que hiciera algún movimiento, y no se quedara contemplando de ese modo el océano monótono e inmenso.
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Los amores de Sylvia - Elizabeth Gaskell
Fiksi SejarahEsta novela, quizá una de las más inolvidables de toda la narrativa victoriana, describe la historia de Sylvia Robson, una joven provinciana de la que se enamoran dos hombres de carácter antagónico: el comerciante Philip Hepburn y el arponero Charle...