40 - Un mensajero inesperado

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Tras toda esa agitación y esas confidencias parciales, no se volvió a hablar de Philip durante muchas semanas. Incluso evitaron la menor alusión; y ninguna de ellas sabía lo mucho o poco que Philip estaba presente en la mente de las demás.

Un día, la pequeña Bella estaba inusualmente rebelde a causa de alguna indisposición infantil, y Sylvia se vio obligada a recurrir a un infalible método para distraerla; a saber, llevarla a la tienda, donde la cantidad de artículos nuevos y de colores vivos haría que la niña olvidara sus quejas. Caminaba por la elevada terraza del mostrador, manteniendo el equilibrio agarrada a la mano de su madre, cuando la carreta de los Dawson se detuvo ante su puerta. Pero quien se apeó ahora no fue la señora Brunton, sino una hermosísima joven elegantemente vestida, cuyos delicados pies pisaban con mucho cuidado, como si el descender de un vehículo primitivo supusiera una novedad en su vida. A continuación miró los nombres que había sobre la puerta de la tienda, y tras asegurarse de que ese era el lugar que buscaba, entró sonrojándose.

—¿Está la señora Hepburn en casa? —le preguntó a Hester, que era la que estaba situada más cerca de la puerta, mientras que Sylvia ocultaba a Bella tras unos grandes fardos de franela roja—. ¿Puedo verla? —añadió aquella voz melodiosa con acento del sur de Inglaterra, aún dirigiéndose a Hester. Sylvia oyó la pregunta y se le acercó, con cierta torpeza rústica, tímida y curiosa a la vez.

—¿Quiere venir por aquí, señora? —dijo Sylvia, guiando a su visitante hacia los dominios de la sala de estar, y dejando a Bella al cuidado de Hester.

—Usted no me conoce —dijo la hermosa joven, feliz—. Pero creo que usted conoció a mi marido. ¡Soy la señora Kinraid!

Un sollozo de sorpresa llegó a los labios de Sylvia, pero lo ahogó e intentó ocultar cualquier emoción que pudiera sentir mientras colocaba una silla para su visitante y procuraba que se sintiera cómoda, aunque, a decir verdad, Sylvia no dejaba de preguntarse por qué había venido aquella mujer y cuánto tardaría en marcharse.

—Usted conoció al capitán Kinraid, ¿verdad? —preguntó con toda inocencia la joven, ante lo cual los labios de Sylvia formaron un «Sí» sin emitir, no obstante, ningún sonido claro—. Pero sé que su marido conocía al capitán; ¿está aún en casa? ¿Puedo hablar con él? Me gustaría tanto verle.

Sylvia estaba totalmente perpleja; la señora Kinraid, esa joven hermosa, alegre y adinerada, y Philip, ¿qué podían tener en común? ¿De qué podían conocerse? Todo lo que fue capaz de responder a las impacientes preguntas de la señora Kinraid, y a sus más impacientes miradas, fue que su marido estaba ausente, que llevaba mucho tiempo fuera: no sabía dónde estaba ni cuándo volvería.

La cara de la señora Kinraid se ensombreció un poco, en parte por su propia decepción, en parte porque no le agradó el tono desesperanzado e indiferente de las respuestas de Sylvia.

—La señora Dawson me dijo que se había ido de manera bastante repentina hace un año, pero pensaba que ya habría vuelto. Espero la llegada del capitán para primeros del mes que viene. ¡Bueno, me habría gustado ver al señor Hepburn y darle las gracias por haber salvado la vida del capitán!

—¿A qué se refiere? —preguntó Sylvia, dejando a un lado toda su fingida indiferencia—. ¡El capitán! ¿Es ese —no podía decir «Charley» delante de la bella esposa que tenía ante ella— su marido?

—Sí, usted le conocía, ¿verdad? En la época en que estaba con el señor Corney, su tío.

—Sí, le conocía, pero no entiendo. ¿Podría usted contármelo todo, señora? —dijo Sylvia en un hilo de voz.

—Pensaba que su marido se lo habría contado todo; la verdad es que no sé por dónde empezar. Usted sabe que mi marido era marinero, ¿verdad?

Sylvia asintió, escuchando con avidez, con el corazón latiéndole con fuerza todo el tiempo.

Los amores de Sylvia - Elizabeth GaskellDonde viven las historias. Descúbrelo ahora