La mañana siguiente fue todo lo clara y resplandeciente que puede ser una mañana de marzo. El engañoso mes llegaba como un corderito, para de pronto desatar sus furiosas tormentas. Hacía mucho tiempo que Philip no probaba la frescura del aire matinal de la costa, ni el del campo, pues su empleo en la tienda le retenía en Monkshaven hasta la tarde. Mientras bajaba hacia los muelles de la parte norte del río, y se topaba con la fresca brisa del mar soplándole de cara, era imposible no sentirse animado y optimista. Con su mochila al hombro, estaba preparado para una buena caminata hasta Hartlepool, donde un coche le llevaría a Newcastle antes de que anocheciera. Durante siete u ocho millas las arenas horizontales eran un camino más corto y agradable que los caminos que subían y bajaban por los campos. Philip iba a paso vivo, disfrutando sin darse cuenta del soleado paisaje que tenía ante él; las olas que a su derecha se rizaban e iban a parar casi a sus pies, para luego retroceder en su susurro sobre los finísimos guijarros, de vuelta hacia el proceloso mar. A su izquierda estaban los acantilados, que se alzaban uno tras otro, con profundos y abruptos barrancos entre ellos, con verdes y largas pendientes que ascendían desde la tierra, y de pronto súbitas pendientes de tierra o roca ocre o roja que adquirían tonos muchísimo más vivos en la base, hacia la parte del océano que había delante de él. El murmullo monótono y sonoro de las olas que avanzaban y retrocedían le arrullaba, adormilándolo; el aspecto soleado del paisaje teñía sus ensoñaciones de esperanza. De modo que recorrió alegre la primera milla; ni un obstáculo a su paso acompasado sobre el suelo duro y horizontal; no había visto ni una criatura desde que abandonara aquel pequeño grupo de golfillos que chapoteaba en los charcos que formaba el mar cerca de Monkshaven. Las tribulaciones que acontecían en tierra quedaban encerradas tras la gloriosa barrera de las rocas que se alzaba ante él. Había grandes masas que habían sido arrancadas por la acción de los elementos, y estaban medio incrustadas en la arena, cubiertas por algas verde oliva que colgaban como pesados tapices. En ese punto las olas se acercaban más; el mar avanzaba con un rugido poderoso y lejano; aquí y allá la tersa corriente, al adentrarse en algunas hendeduras provocadas por el mar, azotaba rocas invisibles transformándose en grandes olas blancas; pero, por lo demás, las olas que venían del mar del Norte para morir en esa costa inglesa llegaban con un movimiento prolongado y firme cuyo impulso original procedía de muy lejos, en esa costa noruega donde habitaba la serpiente de mar. El aire era tan suave que parecía mayo; justo sobre la cabeza de Philip el cielo estaba azul, pero cerca de las líneas del mar se tornaba gris. Bandadas de gaviotas sobrevolaban los bordes de las olas, alzándose lentamente y girando su plumaje blanco para que reluciera al sol mientras Philip se acercaba. Era una escena tan pacífica, tan sedante, que disipaba las inquietudes y temores (aunque fundados) que habían apesadumbrado su corazón en las horas oscuras de la noche anterior.
Ahí estaba el barranco de Haytersbank, abriendo su verde entrada entre las marronosas bases de los acantilados. Debajo, en la maleza cubierta, entre las hojas marchitas del año pasado, podía encontrarse alguna prímula. Se le ocurrió coger un ramillete para Sylvia y subir corriendo hasta la granja y ofrecérselo como una ofrenda de paz en la despedida. Pero nada más mirar su reloj, otros pensamientos acudieron a su cabeza; era una hora más tarde de lo que había imaginado, y debía apresurarse para llegar a Hartlepool. Justo cuando se acercaba a ese barranco, vio a un hombre que bajaba bastante deprisa, tanto que corrió un buen trecho sobre la arena por el ímpetu de su descenso, a continuación giró hacia la izquierda y tomó la dirección de Hartlepool, unos cien metros por delante de Philip. No se detuvo para mirar alrededor, sino que prosiguió su camino a paso veloz y firme. Por su peculiar manera de andar —por todo en su conjunto—, Philip supo que se trataba del arponero, Kinraid.
Pero aquel camino que subía por el barranco de Haytersbank solo llevaba a la granja, y a ninguna otra parte. Cualquiera que quisiera bajar a la costa debía pasar primero por la casa de los Robson, rodear los edificios y coger el senderuelo que bajaba hasta el mar. Pero necesariamente debía pasar por la granja, junto a la misma puerta de la casa. Philip aflojó el paso, manteniéndose a la sombra de la roca. Al poco, Kinraid, que caminaba al sol, sobre la arena, a la vista, volvió la cabeza y lanzó una mirada prolongada y solemne hacia el barranco de Haytersbank. Hepburn se detuvo al tiempo que Kinraid, pero con la misma intensidad que este miraba algún objeto que había en lo alto, Philip le miraba a él. No hacía falta volver la vista para saber hacia dónde dirigía su mirada, sus pensamientos. Kinraid se quitó el sombrero y saludó, tocando una parte de él como si eso tuviera un significado especial. Cuando por fin volvió a dar media vuelta, Hepburn exhaló un hondo suspiro, y se adentró aún más en la fría y húmeda sombra de las colinas. Cada paso se le hacía ahora agotador, su corazón estaba triste y sin fuerzas. Al cabo de un rato subió unos pasos por el acantilado, y su forma se confundió completamente con las piedras y rocas que le rodeaban. Tropezando con las rocas puntiagudas, irregulares y a menudo afiladas, resbalando sobre las algas, hundiéndose en los pequeños charcos de agua que la marea había dejado en algunas cavidades naturales, no dejaba de observar a Kinraid, como fascinado, y caminaba casi en paralelo a él. Pero la última hora había chupado las mejillas de Hepburn hasta dejarle esa demacrada palidez que tendría cuando cerrara los ojos para el reposo eterno.
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Los amores de Sylvia - Elizabeth Gaskell
Historical FictionEsta novela, quizá una de las más inolvidables de toda la narrativa victoriana, describe la historia de Sylvia Robson, una joven provinciana de la que se enamoran dos hombres de carácter antagónico: el comerciante Philip Hepburn y el arponero Charle...