32 - Rescatado de las olas

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Mientras tanto, Hester iba y venía como siempre; de manera tan callada y metódica, con ese carácter sereno e imperturbable, que cuando todo iba bien en casa o en la tienda nadie se acordaba de ella. Era como una estrella, cuyo brillo solo se reconoce a veces en la oscuridad. Ella misma estaba casi sorprendida del creciente afecto que sentía por Sylvia. Jamás se le ocurrió que fuera capaz de amar a la mujer a la que tanto le había costado reconocer los méritos de Philip; y a causa de lo que había oído decir de Sylvia antes de llegar a conocerla, y de las furiosas palabras con las que Sylvia la recibió la primera vez que fue a Haytersbank Farm, Hester había procurado mantener una relación cordial con Sylvia, pero evitando un trato más íntimo. Pero su amabilidad con Bell Robson había conquistado el corazón de la madre y el de la hija; y a pesar de sí misma, y en contra del consejo de su madre, Hester se había convertido en amiga y asidua visitante de la casa.

Y lo cierto es que el cambio en la manera de ser de Sylvia, que apenaba e irritaba a Philip, la hacía más atractiva a ojos de Hester. Criada entre cuáqueros, aunque ella no lo fuera, admiraba la formalidad y el carácter pacífico común entre las jóvenes de la secta. Sylvia, a la que había imaginado voluble, locuaz, vana y terca, era callada, tranquila, una cuáquera nata: parecía no poseer voluntad propia; servía a su madre y a su niña por amor; obedecía a su marido en todo, y no parecían interesarle las diversiones ni las fiestas. Y no obstante, a veces pensaba Hester, o mejor dicho, le pasaba esa idea por la mente, que no todo iba tan bien como parecía. A Philip se le veía mayor, agobiado por las preocupaciones; es más, incluso Hester se vio obligada a reconocer que le había oído hablarle a su mujer en un tono brusco y ofendido. ¡La inocente Hester! Cómo iba a comprender que las cualidades que tanto admiraba en Sylvia eran precisamente ajenas al carácter de esta, hasta el punto de que su marido, que la conocía desde niña, se daba cuenta de que reprimía su naturaleza de una manera antinatural, y habría acogido con vítores cualquier palabra irascible o un gesto de terquedad por parte de ella con un inexpresable alivio.

Un día —fue en la primavera de 1798—, Hester se quedó a tomar el té con los Hepburn para, después de esa temprana colación, ayudar a Philip y Coulson a llevarse al almacén las franelas y telas de invierno, para dar paso a las de la nueva temporada. Tomaron el té a las cuatro y media; a eso de las cuatro cayó uno de esos intensos chaparrones de abril, y la lluvia, al golpear contra los cristales, despertó a la señora Robson de su siesta. Bajó las escaleras de caracol y encontró a Phoebe en la salita preparando el servicio de té.

Phoebe se llevaba mejor con la señora Robson que con su joven ama; y se pusieron a charlar de manera distendida, familiar. Un par de veces se asomó Philip, como si le alegrara ver dispuesta la mesa para el té; y cada vez que lo hacía le daba a Phoebe un arrebato de actividad, que cesaba en cuanto él se daba la vuelta, tanto deseaba que la señora Robson se pusiera de su parte en una pequeña disputa que había tenido con la doncella. Esta última se había apropiado de un poco de agua que Phoebe había calentado y necesitaba, y la había utilizado para lavar las ropas de la niña; era una larga historia, y habría acabado con la paciencia de cualquiera en plena posesión de sus facultades, pero los detalles estaban dentro de la capacidad de comprensión de Bell, y escuchó a Phoebe con enorme atención. Las dos mujeres perdieron la noción del tiempo; un tiempo importante para Philip, pues el trabajo extra que tenía previsto no iba a empezar hasta después del té, y era importante aprovechar las horas de luz.

A las cinco menos cuarto Hester y él entraron, y entonces Phoebe comenzó a apresurarse. Hester se sentó junto a Bell y se puso a hablar con ella. Philip se dirigió a Phoebe con la familiaridad de la gente del campo. De hecho, hasta que él se casó, Phoebe siempre le había llamado por su nombre de pila, y se le hacía muy difícil cambiar ahora a «señor».

—¿Dónde está Sylvie? —preguntó Philip.

—Ha salido con la niña —contestó Phoebe.

Los amores de Sylvia - Elizabeth GaskellDonde viven las historias. Descúbrelo ahora