9 - El arponero

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Pocos días después, el granjero Robson dejó Haytersbank temprano para emprender un viaje de un día con la intención de comprar un caballo. Sylvia y su madre tenían cientos de tareas domésticas, y la oscuridad de principios de invierno caía sobre ellas antes de que se dieran cuenta. Las consecuencias de esa pronta noche en la zona eran que la familia se reunía en una habitación y se dedicaba a tareas sedentarias; y mucho más en la época en que transcurre mi historia, cuando las velas eran mucho más caras que ahora y se procuraba que una resultara bastante para toda una familia numerosa.

Cuando por fin se sentaron madre e hija, casi ni hablaron. El alegre chasquido de las agujas de hacer punto componían una agradable melodía hogareña; y cada vez que su madre echaba una cabezada, Sylvia oía el bramido de las olas bajo las rocas, pues el barranco de Haytersbank permitía que aquel rugido se oyera muchas millas tierra adentro. Debían de ser las ocho —aunque a causa del monótono transcurrir de la velada parecía mucho más tarde— cuando Sylvia oyó las poderosas pisadas de su padre por el sendero de guijarros. Pero lo más raro era que le oyó hablar con alguien.

Sintiendo curiosidad por saber quién era, y con un vivo e instintivo interés por cualquier suceso que rompiera aquella monotonía que comenzaba a encontrar aburrida, fue de un salto a abrir la puerta. Pero nada más echar un vistazo a la penumbra gris le entró un ataque de timidez, y se retiró tras la puerta mientras la abría para dejar paso a su padre y a Kinraid.

Daniel Robson entró alegre y bullanguero. Estaba satisfecho con su compra, y había tomado algunas copas para celebrarlo. Había cabalgado sobre su nueva yegua hasta Monkshaven, y la había dejado en la herrería hasta la mañana siguiente, para que le echaran un vistazo a las patas y la herraran. Mientras volvía de la ciudad se había encontrado con Kinraid, que daba vueltas en busca de Haytersbank Farm, y se lo había traído con él. Y ahí estaban los dos, dispuestos a tomar una colación de pan y queso y todo lo que la señora de la casa les pusiera delante.

Para Sylvia, la alegría y el jolgorio provocados súbitamente por la entrada de su padre y el arponero fueron como cuando, en una noche de invierno, entras en una sala donde un gran montón de carbón dormita caliente sobre el fuego; basta partirlo con un atinado golpe de atizador y la sala, antes oscura, triste y solitaria, se llena de vida, luz y calor.

Sylvia se movía por la estancia con una hermosa viveza doméstica, atendiendo a todos los deseos de su padre. Kinraid no la perdía de vista en sus idas y venidas, mientras entraba y salía de la despensa, de la trascocina, mientras se sumía en la penumbra o salía a la amplia luz del hogar donde podía verla y fijarse en su aspecto. Aquel día llevaba un gorro de hilo de copa alta, que remataba su hermosa profusión de cabellos castaño dorados, más que ocultarlos, y lo llevaba firmemente ajustado a la cabeza mediante una ancha cinta azul. Un largo rizo le colgaba a cada lado del cuello, o mejor dicho, de la garganta, pues llevaba el cuello cubierto por un pañuelo de topos cuidadosamente prendido con alfileres sobre la cintura de su bata de paño marrón.

Qué suerte, pensó la joven, haberse quitado la chaquetilla y las enaguas de lana basta que se ponía para trabajar, y haberse puesto esa bata de paño cuando se sentó a coser con su madre.

Cuando pudo volver a sentarse, su padre y Kinraid habían llenado sus vasos, y hablaban de los méritos de diversos tipos de alcohol; eso les llevó a relatar historias de contrabandistas, y las diversas estratagemas con que ellos o sus amigos habían eludido a los guardacostas; los relevos nocturnos de los hombres para llevar los bienes tierra adentro; los barriles de brandy encontrados por algunos granjeros cuyos caballos habían recorrido tantas millas por la noche que al día siguiente no podían trabajar; la astuta manera con la que ciertas mujeres conseguían traer bienes prohibidos; de hecho, cuando a una mujer le daba por dedicarse al contrabando, tenía más recursos, trucos, descaro y energía que cualquier hombre. Nadie se planteaba si era algo moral o inmoral; uno de los signos más distintivos del auténtico progreso logrado desde aquellos tiempos parece ser el que nuestras preocupaciones cotidianas de comprar y vender, comer y beber, todo lo que hacemos, se rigen más por los principios prácticos de nuestra religión que en la época de nuestros abuelos. Ni Sylvia ni su madre se adelantaban a su época. Las dos escuchaban con admiración las ingeniosas tretas, las mentiras dichas y hechas, que se mencionaban como algo excelso e ingenioso. No obstante, de haber intentado Sylvia el más mínimo engaño en su vida cotidiana, su madre habría sufrido un terrible disgusto. Pero en una época en la que el impuesto sobre la sal se aplicaba de una manera tan estricta y cruel, y convertía en delito recoger sucios y toscos terrones que contenían pequeñas cantidades que a lo mejor eran arrojadas junto con las cenizas de las explotaciones de sal en los caminos de herradura; cuando el precio de este bien tan necesario aumentaba tanto por culpa de un impuesto que lo convertía en un lujo caro y casi inalcanzable para el trabajador, el gobierno hacía más para corromper la idea que tenía la gente de lo que era justo y recto que cualquier sermón. Y lo mismo, aunque en menor medida, era la consecuencia de otros muchos impuestos. Puede parecer curioso relacionar la noción popular de verdad con el sistema tributario; pero la idea no me parece tan descabellada.

Los amores de Sylvia - Elizabeth GaskellDonde viven las historias. Descúbrelo ahora