Llegó la primavera de 1800. Los más viejos del lugar aún recuerdan la terrible hambruna de aquel año. La cosecha del otoño anterior se había perdido; la guerra y las leyes que restringían la importación del grano habían subido el precio de este a niveles de hambre; y gran parte del que llegaba al mercado estaba en mal estado, por lo que no se podía comer, aunque la hambrienta humanidad lo compraba desesperada e intentaba hacerlo comestible mezclando la harina húmeda, dulce y grumosa con arroz o patata. Las familias ricas se privaban de las pastas y de todos los usos innecesarios y lujosos del trigo en cualquiera de sus formas; aumentó el impuesto sobre los polvos para el pelo; y todos estos paliativos no eran más que nimias gotas en el océano de indigencia del pueblo.
Philip, a su pesar, se recuperó y recobró las fuerzas; y a medida que las iba recuperando, el hambre ocupó el lugar de la aversión por la comida. Pero se había gastado todo el dinero, ¿y qué suponía su mísera pensión de seis peniques en un terrible año de hambruna? Muchas noches de verano caminaba durante horas y horas alrededor de la casa que antaño fuera suya, y que podría volver a serlo ahora, con todas sus bienaventuradas comodidades domésticas, solo con que fuera capaz de hacer valer su derecho. Pero para obrar con autoridad, y en su pobre y mutilada guisa hacer valer ese derecho, se necesitaba a alguien que no fuera Philip Hepburn. De modo que se quedaba en el viejo refugio de la empinada y tortuosa calleja que salía de la plaza del mercado hacia la colina, y contemplaba el tenue desvanecerse del crepúsculo de verano hasta ser de noche; cómo cerraban la tienda que antaño tan bien conociera; la salida del feliz y adinerado William Coulson, rumbo a su casa, su esposa, su cómoda y abundante cena. Y a continuación Philip —no había policía en aquellos días, y apenas algún vigilante en aquella primitiva y pequeña ciudad— daba en rondar por las zonas más en sombra de las calles, y mirando rápidamente alrededor, cruzaba el puente, contemplaba las aguas serenas y rizadas, el brillo grisáceo que auguraba la aparición de la aurora sobre el mar, los negros mástiles y aparejos de los barcos contra el cielo; podía ver con sus ojos fijos y ávidos la forma de las ventanas, la ventana de la mismísima habitación en la que dormían su esposa y su hija, ignorantes de su existencia ahora que era un marginado hambriento y con el corazón roto. Volvía a su alojamiento, y con sigilo levantaba el pasador de la puerta; y aún con más sigilo, pero nunca sin una silenciosa y agradecida oración, pasaba junto a la pobre mujer dormida que le había dado refugio y compartido con él la bendición de Dios; ella, que, igual que él, no sabía lo que era satisfacer el apetito, y luego se echaba en el estrecho camastro del cobertizo, y de nuevo le impartía a Sylvia felices lecciones en la cocina de Haytersbank, y los muertos cobraban vida; y Charley Kinraid, el arponero, jamás había perturbado aquella paz deliciosa, llena de esperanzas.
Pues la viuda Dobson nunca siguió el consejo de Sylvia. El vagabundo que conocía con el nombre de Freeman —con el que recibía su pensión— seguía alojándose con ella, y pagaba semanalmente su exiguo chelín por adelantado. Un chelín era exiguo en aquellos días de escasez. Un hombre hambriento podía fácilmente comerse el producto de un chelín en un día.
La viuda Dobson alegó eso como excusa para mantener a su inquilino; a una mente más calculadora le habría parecido una razón para echarlo.
—Verá, señora —le dijo la viuda a Sylvia en tono de disculpa, una tarde en la que esta fue a visitarla antes de ir a recoger a la pequeña Bella (ahora hacía demasiado calor para que la niña cruzara el puente a pleno sol, y Jeremiah se la llevaba a cenar en lugar de a comer)—, verá, señora, muy pocos son los que le alojarían por un chelín, tal como están las cosas, o si lo hicieran, se lo harían pagar de alguna otra manera, y me parece que este hombre no tiene gran cosa. Me llama abuela, pero o mucho me equivoco o no tiene ni diez años menos que yo; pero tiene buen apetito, sea cual sea su edad; y me doy cuenta de que comería mucho más de lo que puede comprar con su dinero, que es tan poco como lo que puedo comprar yo. Pero, señora, confíe en mí, le echaré cuando las cosas mejoren; pero en estos momentos sería como enviarlo a la muerte; pero ahora tengo mucho que me sobra, gracias a Dios y la hermosa cara de usted.
ESTÁS LEYENDO
Los amores de Sylvia - Elizabeth Gaskell
Narrativa StoricaEsta novela, quizá una de las más inolvidables de toda la narrativa victoriana, describe la historia de Sylvia Robson, una joven provinciana de la que se enamoran dos hombres de carácter antagónico: el comerciante Philip Hepburn y el arponero Charle...