19 - Una importante misión

15 1 0
                                    


Philip llegó a Hartlepool demasiado tarde para coger el coche que salía para Newcastle, pero había otro que salía por la noche, y que llegaba antes de mediodía, de manera que, pasando una noche sin dormir, podía recuperar el tiempo perdido. Pero, amargado e inquieto, en Hartlepool solo tuvo tiempo de comer algo de manera apresurada en la posada de la que salía el coche. Memorizó los nombres de las poblaciones por las que pasarían, y las posadas en las que se detendrían, y dejó dicho que el cochero estuviera atento y le recogiera en alguno de esos lugares.

Estaba totalmente agotado antes de que todo esto ocurriera, demasiado cansado para conseguir dormir algo en el coche. Cuando llegó a Newcastle, fue a comprar un pasaje para el próximo paquebote con destino a Londres, y a continuación se dirigió a Robinson's, en la calle principal de la ciudad, para hacer las averiguaciones pertinentes en referencia al arado que interesaba a su tío.

Era ya casi de noche cuando llegó a la pequeña posada junto al muelle donde pretendía dormir. No era un lugar precisamente sofisticado, y lo frecuentaban marineros; se lo había recomendado Daniel Robson, quien lo había conocido bien en épocas anteriores. La habitación, no obstante, era limpia y acogedora, y regentaban la posada gentes respetables, a su manera.

Pero Hepburn encontraba bastante repulsiva la imagen de los marineros que bebían en el bar, y preguntó, en voz baja, si no había otro salón. La mujer le miró sorprendida, y simplemente negó con la cabeza. Hepburn se fue a una mesa apartada, lejos del espléndido fuego de la chimenea, que en aquella fría noche de marzo era el principal atractivo del lugar, y pidió comida y bebida. A continuación, al comprobar que los demás hombres le miraban con la idea de entablar conversación, pidió pluma, tinta y papel para que, viéndole ocupado, no se le acercaran. Pero cuando llegaron el papel, la pluma nueva, y la tinta espesa y sin usar, vaciló un buen rato antes de comenzar a escribir; y al final lentamente anotó las palabras: «QUERIDO Y RESPETADO TÍO».

Se interrumpió; le trajeron la comida y la engulló a toda prisa. Incluso mientras comía, iba retocando las letras de aquellas palabras. Tras beber un vaso de cerveza comenzó a escribir de nuevo: ahora de manera fluida, pues le hablaba del arado. Luego volvió a detenerse; sopesaba en su mente qué debía decir acerca de Kinraid. En un momento se le ocurrió escribirle a la propia Sylvia, y contarle... ¿el qué? Si lo hacía, ella atesoraría las palabras de su enamorado como pepitas de oro, mientras que para Philip no eran más que motas de polvo; palabras que el arponero solía utilizar como monedas falsas para engatusar y descarriar a las mujeres necias. Aún tenía que demostrar su constancia con actos, y en opinión de Philip, las oportunidades que iba a tener de probarla eran infinitesimales. ¿Pero debería mencionarle a Robson el simple hecho de que habían apresado a Kinraid? Eso habría sido lo normal, teniendo en cuenta que la última vez que viera a ambos estaban juntos. Veinte veces llevó la pluma hasta el papel con la intención de relatar de manera escueta lo que le había acontecido a Kinraid; y veinte veces se detuvo, como si la primera palabra fuera irrevocable. Mientras estaba sentado, pluma en mano, anteponiendo la prudencia a la conciencia, y pensando más en un futuro indefinido que en los posibles deseos de Sylvia, captó algunos fragmentos de lo que hablaban los marineros que había al otro extremo del salón, y comenzó a escuchar sus palabras. Estaban hablando del mismísimo Kinraid, en quien pensaba hasta el punto de que parecía tenerlo allí presente. Con palabras groseras y descuidadas hablaban del arponero, y se revelaba en ellas la admiración que le profesaban como marinero y arponero; y de allí pasaron a bromear acerca del poder que tenía entre las mujeres, y se le relacionó con un par de chicas. Hepburn, en silencio, añadió a la lista los nombres de Annie Coulson y Sylvia Robson, y al hacerlo sus mejillas palidecieron. Y mucho después de que hubieran acabado de hablar de Kinraid, después de que hubieran pagados sus copas y desaparecido, Hepburn seguía sentado en la misma actitud, sumido en amargos pensamientos.

Los amores de Sylvia - Elizabeth GaskellDonde viven las historias. Descúbrelo ahora