42 - Una fabula desafortunada

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Philip tomó posesión de las dos habitaciones que habían pertenecido al sargento Dobson. Los fideicomisarios del hospital la tenían lo bastante amueblada para ser cómoda. Solo algunos adornos, algunos artículos recogidos en países lejanos, libros rotos, permanecían en las habitaciones como legados de su anterior ocupante.

Al principio, lo descansado del lugar y de aquella vida le resultó enormemente grato a Philip. Durante todo el camino había evitado encontrarse con desconocidos, así como mostrarles su cara negra y llena de cicatrices, ni siquiera allí donde su desfiguración se considerara una señal de honor. En Saint Sepulchre se encontraba a los mismos hombres día tras día, y una vez hubo relatado la historia de cómo le ocurrió el accidente y todos hubieron visto su deformidad, ya no había por qué repetirlo, si así lo deseaba. La ligera ocupación de cuidar su jardín —había un huerto en la parte de atrás de cada casa, aparte de la zona de jardín delante—, y el tener en orden su sala de estar y su dormitorio eran, durante las primeras semanas que pasó allí, toda la actividad física que podía tolerar. Había algo solemne y completamente distinto de todo lo que había sido la existencia anterior de Philip en las formas que se observaban cada día a la hora de comer, cuando los doce asilados se congregaban en el enorme y pintoresco comedor, y el custodio aparecía con su toga y su birrete para pronunciar la larga bendición en latín que concluía con algo muy parecido a una oración por el alma de sir Simon Bray. En aquella época se tardaba un tiempo en recibir respuesta a las cartas enviadas a los barcos, sobre todo si no se sabía dónde se encontraba la flota.

Y antes de que el doctor Pennington hubiera recibido referencias del excelente carácter de Stephen Freeman, que su hijo le mandó de muy buena gana al custodio, Philip había comenzado a sentirse incómodo e inquieto en medio de toda aquella paz y comodidad.

Sentado a solas delante de su chimenea en las largas noches de invierno, las escenas de su vida anterior aparecían ante él; cómo le había cuidado su tía Bell; la primera vez que fue a la tienda de los Foster en Monkshaven; Haytersbank Farm, y las lecciones de ortografía que daba en aquella alegre y cálida cocina; la aparición de Kinraid; la desdichada noche de la fiesta de los Corney; la despedida que presenció en las arenas de Monkshaven; la patrulla de leva y la larga serie de consecuencias que trajo el haber ocultado el hecho; el juicio y la ejecución del pobre Daniel Robson; su boda con Sylvia; el nacimiento de su hija; y entonces llegaba a su último día en Monkshaven, y daba vueltas y vueltas a los torturantes detalles, las miradas de desprecio y cólera, las palabras de odio e indignación, hasta que casi llegaba a creer, fruto de lo mucho que comprendía a Sylvia, que era tan infame como ella le consideraba.

Olvidaba las disculpas que él tenía por haber actuado como lo había hecho; aunque en una época esas disculpas adquirieron la categoría de razones. Después de las largas reflexiones y los amargos recuerdos comenzaba a hacerse preguntas. ¿Qué estaría haciendo Sylvia ahora? ¿Dónde estaría? ¿Cómo era su hija: la de él, y también de ella? Y a continuación se acordaba de aquella pobre mujer con los pies doloridos y la niña pequeña que llevaba en brazos, que era justo de la edad de Bella; se dijo que ojalá se hubiese fijado más en la niña, de modo que surgiera una imagen clara cuando quisiera figurarse a Bella.

Una noche estuvo dando vueltas en aquella rueda de ideas hasta que quedó agotado hasta la médula. Para desembarazarse de aquellas monótonas impresiones se levantó para buscar un libro entre los volúmenes rotos y viejos que allí había, esperando encontrar algo que le absorbiera lo bastante como para cambiar la corriente de sus pensamientos. Había un viejo volumen de Las aventuras del peregrino Pickle, un libro de sermones, la mitad de una lista de oficiales del ejército de 1774, y Los siete Paladines de la Cristiandad47. Philip cogió este último, que nunca había visto. En él leyó que sir Guy, duque de Warwick, se fue a combatir a los paganos al país de estos y estuvo ausente siete largos años; y que cuando volvió, su propia esposa, Phillis, la condesa del castillo, no reconoció al pobre y agotado ermitaño que acudía diariamente a recoger su porción de pan de sus manos junto con otros muchos pobres y mendigos. Pero al final, mientras agonizaba en la cueva donde vivía, la mandó a buscar mediante una señal secreta que solo ellos dos conocían. Y ella fue de inmediato, pues sabía que era su señor y había mandado llamarla; y se dijeron muchas dulces y santas palabras antes de que él entregara el alma con la cabeza apoyada en el pecho de ella.

Los amores de Sylvia - Elizabeth GaskellDonde viven las historias. Descúbrelo ahora