28 - La prueba suprema

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Era la tarde de un día de abril del mismo año, y el cielo estaba azul, con unas pequeñas nubes blancas que pasaban fugaces bañadas de sol. La tierra de los condados del norte apenas se había puesto su verde atavío. Los escasos árboles crecían cerca de los arroyos que bajaban de los páramos y las tierras más altas. El aire estaba lleno de agradables sonidos que profetizaban el inminente verano. El susurro, el murmullo, el tintineo de los ocultos cursos de agua; el canto de la alondra en lo alto del aire soleado; el balar de los corderos que llaman a sus madres: todo lo inanimado estaba lleno de esperanza y alegría.

Por primera vez en ese triste mes, la puerta delantera de Haytersbank Farm estaba abierta; podía entrar el cálido aire de la primavera, intentar desplazar las lóbregas tinieblas del interior. Había un fuego recién encendido en la chimenea sin usar; y Kester estaba en la cocina, y se había quitado los zuecos para no ensuciar el suelo inmaculado, moviéndose de un lado a otro y procurando, a su manera torpe, que la casa tuviera un aspecto acogedor y alegre. Había traído unos narcisos silvestres que había ido a buscar al alba, y los había colocado en un jarrón, sobre la mesa de la cocina. Dolly Reid, la mujer que había estado ayudando a Sylvia durante la enfermedad de su madre, un año atrás, estaba ocupada en la trascocina, y se oía el ruido de los depósitos de leche y el canto de una balada con la que acompañaba al trabajo; pero de vez en cuando dejaba de cantar, como si de pronto recordara que no era momento ni lugar para canciones. A veces pasaba a un salmo funeral que suelen cantar en esa región los que transportan el cadáver:

Nuestro Señor, antaño nuestro sostén.

Pero no servía de nada: el agradable clima de abril, y quizá la primavera natural del cuerpo, la predisponían a la alegría, y sin darse cuenta regresaba a la melodía de antes.

La tosca y honesta mente de Kester le daba vueltas a muchas cosas mientras ordenaba la casa, le daba los últimos toques al cuarto de estar para que tuviera buen aspecto, preparándolo todo para el regreso de la viuda y la hija de su antiguo patrón.

Había pasado más de un mes desde que se fueran a York; más de dos semanas desde que Kester, con tres medios peniques en el bolsillo, se hubiera dirigido allí también tras su jornada de trabajo, caminando toda la noche para darle su último adiós a Daniel Robson.

Daniel había intentado mantener el ánimo, sacando un par de chistes de su trillado y archisabido repertorio, chistes que antaño habían hecho reír muchas veces a Kester, cuando los dos estaban en los campos o en el establo, cerca de la casa que ya nunca volvería a ver. Pero el del «viejo ganso en la santabárbara» ya no le hacía reír, y solo conseguía gemir de manera desconsolada, y al poco la charla se hizo más pertinente a las circunstancias, y Daniel fue, finalmente, el que más entereza mostró de los dos; pues Kester, cuando salió de la celda del condenado, prorrumpió en unos amargos sollozos que pensaba que ya no volvería a repetir en este mundo. Había dejado a Bell y a Sylvia al cuidado de Philip, en el alojamiento que habían encontrado en York. No se atrevió a ir a verlas, pues no creía poder controlarse. Le había enviado sus saludos a Philip, y encargado que le dijera a Sylvia que la gallina había dado quince pollitos en una puesta.

Y aunque Kester le transmitió el mensaje a través de Philip, y aunque reconocía todo lo que el joven hacía por ellas y por Daniel Robson, el reo condenado, su respetado patrón, a Kester seguía sin gustarle Hepburn, y no sentía por él más aprecio que antes de que les ocurriera esa desgracia.

Es posible que Philip hubiera mostrado falta de tacto al tratar con Kester. Mientras que a ellas las trataba con apasionada consideración, con los demás mostraba un frío laconismo. Por ejemplo, le había devuelto a Kester el dinero que este le había avanzado con mucho gusto para pagar la defensa de Daniel. Ahora bien, el dinero que Philip le devolvía era parte de un adelanto que los hermanos Foster le habían hecho a él. Philip había pensado que era injusto que Kester perdiera sus ahorros en una causa sin esperanza, y había insistido en reembolsarle el dinero, pero Kester hubiera preferido que todo lo que había ganado con el sudor de su frente se hubiera ido en el intento de salvar la vida de su patrón que tener veinte veces esa suma en guineas de oro.

Los amores de Sylvia - Elizabeth GaskellDonde viven las historias. Descúbrelo ahora