30 - Días felices

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Y ahora Philip gozaba de toda la prosperidad que su corazón podía desear. El negocio iba viento en popa, y entraba mucho más dinero del necesario para cubrir sus modestas necesidades. Él se conformaba con poco, pero siempre había querido colocar a su ídolo en una urna; y ahora tenía medios para ello. Los vestidos, las comodidades, la posición que siempre había deseado para Sylvia estaban ahora a su disposición. No tenía por qué hacer ni una de las tareas domésticas si prefería quedarse sentada en su salita cosiendo. De hecho, a Phoebe le molestaba cualquier interferencia en los asuntos domésticos, de los que se encargaba desde hacía tanto tiempo que consideraba la cocina como su imperio privado. «La señora Hepburn» (como la llamaban ahora) tenía un hermoso vestido de seda oscuro en su guardarropa, así como el que imitaba los colores de la paloma, para el día en que decidiera quitarse el luto; y contaba con telas para hacerse tantas capas grises o escarlatas como se le antojara.

Pero lo que más le importaba eran las comodidades con que ahora contaba para su madre. En este aspecto Philip rivalizaba con ella; pues aparte de lo mucho que había querido a su tía desde siempre, y de la piedad que ahora le inspiraba, nunca olvidaba lo bien que le había recibido en Haytersbank Farm, que había estado a favor de su amor por Sylvia en aquellos días en que tan pocas esperanzas podía albergar. Pero aunque hubiese carecido de esos sentimientos de afecto y agradecimiento hacia la pobre mujer, habría hecho todo lo que pudiera por ella aunque solo fuera por ganarse las escasas y dulces sonrisas que su mujer le dedicaba cuando le veía atendiendo a «madre», que era ahora como los dos llamaban a Bell. Pues a Sylvia le importaban poco las comodidades, los vestidos de seda, los modestos lujos; a Philip casi le irritaba la indiferencia que mostraba ante sus esfuerzos por prodigarle todas esas cosas. Qué difícil se le hacía a Sylvia abandonar su atavío de campesina, su pelo al descubierto, sus enaguas de tosca lana, su camisón holgado, y vestirse con aquel rígido y majestuoso batín que era su atuendo matinal. Estarse sentada en la sala de estar de la parte de atrás de la tienda y bordar era mucho más agotador para ella que corretear por los campos para criar vacas, o hilar lana, o hacer mantequilla. A veces se decía que era una vida muy extraña aquella, sin animales que cuidar al aire libre; hasta ese momento el asno y el buey habían formado parte de todas sus ideas de la humanidad; y sus cuidados y bondad habían convertido a aquellos animales que vivían en torno a la casa de su padre en unos mudos amigos que la miraban con ojos cariñosos, como si desearan expresar en palabras su agradecimiento para que ella pudiera leerlo sin la pobre expresión del lenguaje.

Echaba de menos el aire libre, la gran cúpula del cielo sobre los campos; se rebelaba contra la necesidad de «vestirse» (como ella lo llamaba) para salir, aunque reconocía que se trataba de una necesidad, pues al traspasar el umbral de su hogar se adentraba en una populosa calle.

Es posible que, en la época en que Philip quería conquistarla a base de ventajas materiales, tuviera razón; pero ahora todas aquellas vanidades las había extinguido el hierro candente del sufrimiento. Aún existía un sentimiento apasionado, oculto, latente; pero en aquella época Sylvia daba la impresión de ser indiferente a casi todo, de haber perdido la capacidad de esperanza o temor. Se la veía aturdida, como si no sintiera casi nada; y las pocas cosas a las que era sensible tenían que ver con la injusticia y opresión cometidas con su difunto padre o todo lo que se refería a su madre.

En su trato con Philip, Sylvia era sosegada hasta casi la pasividad; y él habría dado no poco por volver a ver sus arrebatos de impaciencia de antaño, su mal genio, que, aunque malicioso, habían llegado a formar parte de su idea de la Sylvia de antes. Un par de veces casi se enfadó con ella por su docilidad; él quería que tuviera una voluntad propia, aunque solo fuera para saber cómo poder complacerla. De hecho, pocas noches se quedaba dormido sin dedicar sus últimos pensamientos a algún plan para el día siguiente que, imaginaba, alegraría a Sylvia; y cuando él se despertaba, a primera hora, se volvía para ver si ella ciertamente dormía a su lado o si cuando llamaba a Sylvia «mi esposa» no era más que un sueño.

Los amores de Sylvia - Elizabeth GaskellDonde viven las historias. Descúbrelo ahora