La costa de Inglaterra donde ocurre esta historia es una sucesión de rocas y acantilados. El interior que queda adyacente a la costa es un terreno llano e inhóspito, y el forastero solo se da cuenta de que se halla en una gran elevación cuando la larga extensión de campos circundados de terraplenes acaba abruptamente en un empinado declive, y puede ver el océano a mayor altura que las arenas que tiene muy por debajo. Aquí y allá, como he dicho, aparece una grieta en el terreno horizontal (que desemboca en el mar en empinados promontorios): lo que en la isla de Wight llaman chine; pero en lugar de un suave viento del sur subiendo furtivo la quebrada boscosa, en los abismos del norte donde ocurre esta historia sopla un viento procedente del este que suena agudo y claro, y que deja a los árboles que se atreven a crecer en sus laderas a la mera altura de un arbusto achaparrado. La caída hacia la costa a lo largo de estas «hoces» es muy abrupto en casi todos los casos, demasiado para un camino de carros o incluso para un camino de herradura, pero la gente puede subir y bajar sin dificultad con la ayuda de unos toscos peldaños que se han tallado aquí y allá en la roca.
Hace unos sesenta o setenta años (por no hablar de épocas muy posteriores), los granjeros que poseían o arrendaban la tierra que quedaba justo en la cumbre de esos acantilados eran contrabandistas en la medida en que podían, y solo les frenaban, sin excesivo éxito, los guardacostas, distribuidos a intervalos bastante regulares de ocho millas a lo largo de la costa noreste. Las algas eran un buen estiércol, y no había ninguna ley que prohibiera transportarlas en grandes cestos de mimbre para abonar los cultivos, y muchas cosas secretas se alojaban en las grietas de las rocas hasta que el granjero enviaba a gente de su confianza a la costa para que trajera una buena provisión de algas y arena para sus tierras.
Una de las granjas de los acantilados había sido alquilada por el padre de Sylvia. Era un hombre que había corrido mucho mundo: había sido marinero, contrabandista, tratante de caballos y granjero; era un individuo poseído por un espíritu aventurero y por el amor al cambio, una manera de ser que le había perjudicado, y también a su familia, más que otra cosa. Era el tipo de persona a quien todos sus vecinos criticaban al tiempo que lo encontraban simpático. Ya a una edad avanzada (pues a pesar de ser un hombre imprudente, era de esos que generalmente se casan, confiando en que el azar y la suerte les dé una familia), el granjero Robinson se casó con una mujer cuya única falta de sentido práctico consistió en aceptarlo como marido. Era la tía de Philip Hepburn, y se encargó de criarlo hasta que ella se casó, pues su hermano era viudo. Este fue quien le hizo saber a su hermana que Haytersbank estaba en alquiler, y el precio le pareció razonable para que su tío se instalara allí tras una carrera poco próspera como tratante de caballos. La granja se hallaba protegida por una hondonada no demasiado verde y poco profunda, rodeada de pastos; la hierba, corta y reseca, llegaba hasta la misma puerta y ventanas de la casa; no se había intentado sembrar ningún jardín ni huerto, y no había más cercado próximo a los edificios que el terraplén de piedra que formaban las propias lindes de la parcela. Los edificios eran bajos y alargados, a fin de evitar la áspera violencia de los vientos que barrían aquel lugar agreste y desolado tanto en invierno como en verano. Era una suerte para los habitantes de la casa que el carbón fuera enormemente barato; de otro modo, cualquier habitante del sur habría pensado que jamás podrían sobrevivir a los gélidos y cortantes vientos que soplaban y parecían buscar la menor grieta para colarse en la casa.
Pero el interior era bastante cálido, una vez habías subido el largo y desolado camino, lleno de unas piedras tan ásperas y redondeadas que dejarían cojo a cualquier caballo poco acostumbrado a esas veredas, y cruzado el campo que había junto al sendero seco y duro que llevaba a la casa siguiendo un rumbo sinuoso para evitar enfrentarse de cara al viento imperante. La señora Robson era una mujer de Cumberland, y como tal era un ama de casa más limpia que la mayoría de esposas de granjeros de la costa noreste, y a menudo la escandalizaba la manera de ser de estas, y eso lo delataba más con la mirada que con palabras, pues no era muy locuaz. Su quisquillosidad en esas cuestiones hacía que su casa fuera muy cómoda, pero no la volvía muy popular entre sus vecinas. De hecho, por lo general Bell Robson se vanagloriaba de lo bien que tenía su hogar, y, una vez dentro de la casa de piedra gris y sin adornos, se podían disfrutar de muchas comodidades, aparte de la limpieza y el calor. Colgaba de una pared un gran estante de galletas de avena, y el que prefiriera ese tipo de galleta a la de levadura —un tanto amarga— que se consumía en Yorkshire era otra de las cosas que la hacían impopular. Abundaban piezas de bacon y «manos» (es decir, espaldas de cerdo curado, una vez vendidas las patas o jamones, que alcanzaban un mejor precio), y el visitante que decidiera aceptar su hospitalidad no echaría en falta ni crema ni fina harina de trigo convertidas en todo tipo de pasteles de pasas, con los que las amas de casas del norte se complacen en obsequiar al visitante que honra su casa, junto con un té bastante caro, endulzado con delicioso azúcar.
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Los amores de Sylvia - Elizabeth Gaskell
Historical FictionEsta novela, quizá una de las más inolvidables de toda la narrativa victoriana, describe la historia de Sylvia Robson, una joven provinciana de la que se enamoran dos hombres de carácter antagónico: el comerciante Philip Hepburn y el arponero Charle...