Cuando llegó el ocaso, y la tienda se fue vaciando, Philip decidió que acompañaría a Coulson. Se sentía más tranquilo con respecto a Sylvia, y su visita podía posponerse; y, después de todo, tenía la impresión de que había que atender los deseos de sus jefes, y no había que desairar el honor de haber sido invitado a la residencia privada de Jeremiah por otra cosa que no fuera un firme compromiso anterior. Además, dentro de Philip habitaba un ambicioso hombre de negocios. No había que desatender ningún paso encaminado a conseguir el segundo gran objeto terrenal de su vida, del que, además, dependía el primero.
De modo que, tras cerrar la tienda, los dos se encaminaron hacia la calle del Puente para cruzar el río rumbo a la casa de Jeremiah Foster. Permanecieron un momento inmóviles sobre el puente para respirar el cortante y fresco aire del mar tras un día tan ajetreado. Bajaban las aguas oscuras, crecidas y veloces, procedentes de las fuentes nevadas del páramo que había en lo alto. Las apiñadas casas de la parte antigua semejaban un grupo de techos blancos irregularmente amontonadas contra el blanco más uniforme de la ladera de la colina. Parpadeaban luces en la ciudad, y colgaban también de la proa y la popa de los barcos del puerto. No soplaba brisa, y pronto helaría; tan serena era la noche que todos los ruidos lejanos parecían próximos: el ruido sordo de un carro que regresaba por la calle Mayor, las voces a bordo de los barcos, el cerrarse de los postigos y el atrancarse de las puertas en la parte nueva de la ciudad, hacia la que se dirigían. Pero el aire parecía lleno de partículas salinas en estado de congelación; afilados cristalitos de sal marina que quemaban los labios y las mejillas de tan fríos y cortantes. No resultaba muy acogedor permanecer en el mismísimo centro del valle por el que pasaba una corriente que venía directamente de la impetuosa marea procedente de los gélidos mares del norte. Además, les esperaba el inusitado honor de cenar con Jeremiah Foster. Antes de ahora siempre los había invitado a cenar por separado; nunca habían ido juntos, y los dos creían que algo serio les deparaba esa coyuntura.
Comenzaron a subir las empinadas cuestas que conducían hacia las hileras de casas, todas iguales, de la parte nueva de Monkshaven, sintiéndose como si ascendieran hacia aristocráticas regiones donde ninguna tienda profanaba las calles. La casa de Jeremiah Foster era una más de aquellas seis que no se distinguían una de otra ni en tamaño, forma o color; aunque, durante el día, todos los que pasaban no podían dejar de observar la inmaculada limpieza del dintel y el umbral, la ventana y el marco de la ventana. Los mismísimos ladrillos parecían haber sido frotados durante el día con el mismo ímpetu que abrillantaba aldaba y pomo, e incluso el limpiabarros de la entrada.
Los dos jóvenes sentían la misma timidez ante aquella entrevista con su jefe, en aquella inhabitual relación de huésped y anfitrión, que la que sentiría una chica en su primera fiesta. Ninguno se atrevía a dar el resuelto paso de llamar a la puerta; pero rechazando con una sacudida su propia necedad, fue Philip el que se decidió a llamar con un solo golpe. Como si los estuviesen esperando, se abrió la puerta, y tras ella apareció una sirvienta de mediana edad, tan inmaculada y pulcra como la casa misma; y ofreció una sonrisa de bienvenida a aquellas dos caras que tan bien conocía.
—Deje que le despolvoree un poco, William —dijo la mujer, adecuando sus actos a esas palabras—. Se habrá apoyado en alguna pared encalada, estoy segura. Philip —añadió, volviéndose hacia él con una familiaridad maternal—, no quiero obligarle, pero, por favor, límpiese los zapatos en aquella otra esterilla. Esta es para quitar los trozos más gordos de barro. El señor siempre se los limpia en aquella.
En la sala de estar, cuadrada, se observaba el mismo orden preciso. Sobre los muebles no había ni mota de suciedad o polvo; y todos estaban colocados en paralelo o en exactos ángulos agudos. Incluso John y Jeremiah se sentaban de manera simétrica en lados opuestos de la chimenea; incluso las sonrisas de sus caras honestas parecían trazadas con meticulosa identidad.
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Los amores de Sylvia - Elizabeth Gaskell
Historical FictionEsta novela, quizá una de las más inolvidables de toda la narrativa victoriana, describe la historia de Sylvia Robson, una joven provinciana de la que se enamoran dos hombres de carácter antagónico: el comerciante Philip Hepburn y el arponero Charle...