35 - Lo inefable

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En cuanto Philip hubo salido de la habitación, Sylvia se quedó completamente inmóvil, agotada. Su madre seguía durmiendo, felizmente inconsciente de toda la vorágine que había tenido lugar; sí, felizmente, aunque ese feliz sueño iba a acabar en muerte. Pero de todo esto su hija no sabía nada, e imaginaba que era un sueño reparador, en lugar de la vida que se consumía. Madre e hija permanecieron inmóviles hasta que Phoebe entró en el dormitorio para decirle a Sylvia que la comida estaba en la mesa.

En ese momento Sylvia se incorporó y se echó el pelo hacia atrás, perpleja, sin saber qué hacer; con qué cara iba a mirar a su marido, con quien había roto todo vínculo, repudiando la solemne promesa de amor y obediencia que había hecho.

Phoebe entró en el dormitorio, con un natural interés por la enferma, no mucho mayor que ella.

—¿Cómo está la señora? —preguntó, en voz baja.

Sylvia se volvió hacia su madre, y vio que no solo no se había movido, sino que respiraba de manera sonora y agitada; Sylvia se agachó para ver su cara más de cerca.

—¡Phoebe! —gritó—. ¡Ven! Se la ve rara; tiene los ojos abiertos, pero no me ve. ¡Phoebe! ¡Phoebe!

—¡Es verdad, está muy mal! —dijo Phoebe, subiéndose a la cama para ver mejor—. Levántale un poco la cabeza para que pueda respirar mientras voy a buscar al señor; supongo que mandará llamar al médico.

Sylvia tomó la cabeza de su madre y la apoyó cariñosamente contra su pecho, hablándole e intentando despertarla; pero no sirvió de nada, aquella respiración ronca y estertórea era cada vez peor.

Sylvia gritó pidiendo ayuda; acudió Nancy, con el bebé en brazos. Ya habían entrado varias veces aquella mañana; y la niña le sonreía y le gorjeaba a su madre, la cual sostenía a la suya, muerta.

—¡Oh, Nancy, Nancy! ¿Qué pasa con madre? Mira qué cara pone. ¡Dímelo enseguida!

Por toda respuesta, Nancy dejó a la niña sobre la cama y salió corriendo del cuarto, gritando:

—¡Señor! ¡Señor! ¡Venga enseguida! ¡La señora se está muriendo!

Sylvia ya se lo imaginaba, pero las palabras la impresionaron mucho, pero a pesar de todo fue incapaz de llorar; le sorprendió lo muertos que estaban sus sentimientos.

El bebé se arrastró hacia ella, y Sylvia tuvo que sostener y cuidar a su madre y a su hija. Pareció pasar mucho tiempo antes de que alguien acudiera, y entonces se oyeron voces apagadas, fuerte ruido de pasos: era Phoebe, que acompañaba al médico al piso de arriba, y Nancy venía detrás de él para oír su opinión.

El médico no hizo muchas preguntas, y quien contestó a la mayoría de ellas fue Phoebe, pues Sylvia miraba al hombre con una desesperación sin lágrimas, sin expresión, sin habla, que le hacía sufrir más que ver a la anciana agonizante.

El prolongado declinar de la salud y las facultades de la señora Robson, que el médico conocía perfectamente, le había preparado, en cierto modo, para ese repentino cese de la vida, cuya duración tampoco era muy deseable, aunque había dado diversas instrucciones para tratar su enfermedad; pero lo que realmente le alarmó fue la cara blanca y chupada de Sylvia, los ojos dilatados, el que apenas se diera cuenta de nada; y siguió haciendo preguntas, más para sacar a Sylvia de su enajenamiento, aunque fuera para llorar, que para obtener más información.

—Es mejor que le ponga unos almohadones detrás... no será mucho tiempo; ella no sabe que usted la sostiene, y solo conseguirá cansarse para nada.

Proseguía la terrible mirada de Sylvia: el médico pasó de las palabras a las obras, y suavemente intentó que la joven soltara a su madre. Ella se resistió; apoyaba la mejilla contra la cara inconsciente de su pobre madre.

Los amores de Sylvia - Elizabeth GaskellDonde viven las historias. Descúbrelo ahora