24 - Breve júbilo

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El que Daniel estuviera ausente de casa hasta tan tarde inquietó no poco a Bell y a Sylvia. Los días de mercado solía volver entre las ocho y las nueve. En tales ocasiones era normal que regresara bastante achispado; pero eso no las escandalizaba; no era peor que la mayoría de sus vecinos, de hecho mejor que algunos, que una o dos veces al año, e incluso más, cogían una borrachera que les duraba dos o tres días, tras la cual regresaban pálidos, como una cuba y un tanto avergonzados, tras haberse gastado todo el dinero; y, en cuanto acababa la recepción conyugal, se convertían en hombres trabajadores, decentes y sobrios hasta que la tentación se volvía a apoderar de ellos. Pero, en los días de mercado, todos los hombres bebían más de lo habitual; todo trato o acuerdo se ratificaba con un trago; volvían de una distancia mayor o menor, a pie o a caballo, y los «buenos alojamientos para los hombres y los animales» (como lo expresaban los viejos letreros de las tabernas) siempre incluían una buena cantidad de licor que ingería el hombre.

La manera en que Daniel anunciaba su intención de beber más de lo normal era siempre la misma. Decía en el último momento «Mujer, me parece que hoy voy a volver un tanto turbio», y se marchaba sin hacer caso de la mirada censuradora de su esposa, ni de las advertencias que le lanzaba contra algunas malas compañías o para que mirara por dónde andaba al volver a casa.

Pero aquella noche Daniel no les había dado ningún aviso. Bell y Sylvia pusieron la vela sobre el asiento bajo que había junto a la ventana a la hora de siempre para guiarle a través de los campos —era una costumbre que mantenían incluso en las noches de luna, como aquella— y se sentaron cada una a un lado del fuego, al principio sin prestar demasiada atención a los ruidos, tan seguras estaban de su regreso. Bell dormitaba, y Sylvia miraba el fuego con la mirada abstraída, pensando en el año anterior y en que se acercaba el aniversario del día en que por última vez vio a su enamorado, al que ahora creía muerto, a varias brazas de profundidad bajo la superficie de ese soleado mar que contemplaba un día tras otro sin llegar a ver jamás su cara vuelta hacia arriba a través de las profundidades, anhelando abatida tenerle de nuevo ante sí con una intensidad que la hacía llorar por dentro. Si pudiera posar su mirada en la cara resplandeciente y hermosa de su amor, esa cara que se iba desvaneciendo en su memoria, que tanto y tantas veces se esforzaba por volver a recordar; si pudiera verla aunque fuera solo una vez más, acercándose sobre las aguas bajo las que yacía con un movimiento sobrenatural, esperándola en los escalones de la cerca, con el sol de la tarde brillando rojizo en sus bellos ojos, aun cuando, tras ese instante de vida vívida y visible, él se desvaneciera en la niebla; si pudiera verle ahora, sentado junto a ese fuego levemente parpadeante con esa actitud suya feliz y despreocupada, en un rincón de la mesa de la cocina, las piernas colgando, sus dedos jugando con la labor de las mujeres; Sylvia se retorcía las manos como si implorara que algo, algún Poder, le permitiera verle una vez más, solo una vez, un instante de dicha apasionada. Nunca entonces volvería a ver esa cara, solo con que una vez más pudiera posar sus ojos en ella.

La cabeza de su madre dio un brusco respingo y se despertó; y Sylvia depositó sus ensoñaciones del difunto, y su anhelo de que él estuviera presente, en ese receptáculo de su corazón donde todas esas cosas se guardan, cerradas y sagradas, y protegidas de la luz del día corriente.

—Padre se retrasa —dijo Bell.

—Son las ocho pasadas —replicó Sylvia.

—Pero nuestro reloj va una hora adelantado —respondió Bell.

—Esta noche el viento trae nítidas las campanas de Monkshaven. No hace ni cinco minutos he oído que la campana daba las ocho.

Era la campana de incendios, pero Sylvia no había distinguido el sonido.

Los amores de Sylvia - Elizabeth GaskellDonde viven las historias. Descúbrelo ahora