43 - El desconocido

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Pocos días antes de que Philip llegara a Monkshaven, Kester visitó a Sylvia. Al ser su más viejo amigo, y también el único que conocía los verdaderos secretos de su vida, Sylvia siempre le dispensaba una afectuosa bienvenida, palabras cordiales y dulces miradas que tanto complacían al anciano. Kester tenía un sentido del decoro que le impedía ir a visitarla demasiado a menudo, incluso las temporadas que pasaba en Monkshaven; pero siempre aguardaba con ilusión esos momentos en los que se permitía ese placer, igual que un niño que va a la escuela espera con impaciencia sus vacaciones. El tiempo que pasó Kester trabajando en Haytersbank fue, por lo general, la época más feliz de sus largos y monótonos días de trabajo diario. El padre de Sylvia siempre le había tratado con esa tosca amabilidad que da la camaradería; la madre de Sylvia jamás le había escatimado la carne ni se había mostrado reacia a la hora de darle lo mejor que tenían; y una vez que estuvo enfermo varios días, postrado en el altillo que tenía sobre el establo, le llevó vasos de leche con aguardiente y le cuidó con el mismo cariño que, recordaba él, le dispensaba su madre cuando era niño, pero que nunca había vuelto a experimentar desde entonces. Había conocido a Sylvia cuando no era más que una yema incipiente, una dulce promesa de hermosura; y justo cuando estaba floreciendo, y cuando, de haber sido ella feliz y próspera, habría desaparecido seguramente para siempre de la vida de Kester, una desdicha tras otra se abatió sobre su hermosa e inocente cabeza, y Kester, trágicamente, dejó de servir a Daniel Robson de la noche a la mañana. Todo esto hizo que Sylvia se convirtiera en el centro del afecto del fiel pastor; y Bella, que tanto le recordaba a Sylvia cuando este la conoció, ocupaba solo el segundo lugar en su corazón, aunque se mostrara mucho más efusivo con la niña que con la madre.

Kester se había puesto su mejor traje de domingo, y aunque solo era jueves, había adelantado su afeitado del sábado; se había provisto de un cucurucho de dulces para la niña —unos dulces típicos del norte, blandos y con sabor a menta—, y ahora estaba sentado en su silla habitual, lo más cerca posible de la puerta, engatusando a la pequeña para que se le acercara —pues esta no estaba muy segura de quién era—, de modo que abrió el cucurucho de papel y dejó a la vista su contenido.

—Es como tú —dijo Kester—, y sin embargo se parece a su padre.

Y, nada más decir esas palabras, levantó la mirada para ver cómo se había tomado Sylvia esa tan poco premeditada como inhabitual referencia a su marido. La mirada furtiva de Kester no encontró los ojos de Sylvia, pero aunque le pareció que se había sonrojado un poco, no pareció ofendida, tal como él temía. Cierto era que Bella tenía los ojos oscuros, de mirada grave y reflexiva, de su padre, y no los grises de su madre, de los que nunca desaparecería su infantil expresión de asombro. Y mientras Bella avanzaba lentamente, y aún con cierta desconfianza, hacia la tentación que él le ofrecía, miraba a Kester con la misma mirada de su padre.

Sylvia no contestó directamente; Kester casi se dijo que no le había oído. Pero al poco ella exclamó:

—Te habrás enterado de que Kinraid, que ahora es capitán, y un oficial importante, se ha casado.

—¡No! —dijo Kester, realmente sorprendido—. ¡No me lo puedo creer!

—Pues lo ha hecho —dijo Sylvia—. Y no veo por qué no iba a hacerlo.

—¡Bueno, bueno! —dijo Kester, sin mirarla, pues captaba las inflexiones de su voz—. Era un hombre que siempre estaba en movimiento, no sabía quedarse quieto; y supongo que cuando vio que no podía conseguir lo que quería, se tuvo que conformar con otra cosa.

—No se tuvo que «conformar» con nada —dijo Sylvia—. Su mujer estuvo alojada en casa de Bessy Dawson, y vino a verme. Era una mujer muy guapa, y una auténtica dama, con dinero. No decía ni dos palabras sin mencionar el nombre de su marido... «el capitán», le llamaba.

Los amores de Sylvia - Elizabeth GaskellDonde viven las historias. Descúbrelo ahora