41 - El asilado del Saint Sepulchre

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Philip pasó mucho tiempo enfermo en el barco hospital. De no haber habido tristeza en su corazón, se habría recuperado antes; pero estaba tan deprimido que tanto le daba morir. Su mandíbula hecha trizas, su cara quemada y ennegrecida, las muchas heridas de su cuerpo, torturaban su envoltura física y su corazón dolido y agotado. Ya no existía la menor oportunidad, si es que había existido alguna vez, de regresar alegre y gallardo y recobrar así el amor de su esposa. Esa había sido su triste y necia idea durante la primera hora de su alistamiento; y el vano sueño se le había repetido más de una vez en el febril estado de excitación provocado por las nuevas escenas que había vivido como recluta. Pero todo aquello había acabado. Sabía que nada había tan improbable como que eso ocurriera, y sin embargo, cuando lo veía posible, eran días felices. Todo lo que podía esperar ahora era verse desfigurado, débil, y recibir la mísera paga que separa a los mutilados de la absoluta indigencia.

Quienes le rodeaban se mostraban muy amables con él a su manera, y atendían a sus necesidades corporales, pero no se sentían muy inclinados a escuchar las desdichas de Philip, de haber sido este de los que hacen confidencias de ese tipo. De hecho, permanecía totalmente inmóvil en su litera, casi nunca pedía nada, y cada vez que el médico del barco hacía la ronda y le preguntaba, él contestaba que se encontraba mejor. Pero poco le importaba recobrarse, y lamentaba mucho descubrir que su caso se considerara tan interesante desde el punto de vista médico, por lo que recibía mucha más atención de la normal. Quizá fue por esa causa que se acabó recuperando. Los médicos decían que era el calor lo que le debilitaba, pues sus heridas y quemaduras por fin estaban sanando; y al poco le dijeron que se le ordenaba «volver a casa». Se le detuvo el pulso bajo el dedo del médico al oír esa palabra, pero no dijo nada. Sentía demasiada indiferencia hacia la vida y el mundo para tener voluntad; de lo contrario habrían seguido conservando aquel paciente mascota durante un tiempo más.

Pasando lentamente de barco en barco cuando se presentaba la ocasión; descansado aquí y allá en hospitales de guarnición, Philip llegó por fin a Portsmouth la tarde de un día de septiembre de 1799. El barco de transporte en el que viajaba iba cargado de heridos y soldados y marineros inválidos; todo el que podía moverse subió a cubierta para ver aparecer las blancas costas de Inglaterra. Un hombre levantó el brazo, se quitó la gorra y débilmente la ondeó sobre su cabeza mientras gritaba «¡Viva por siempre Inglaterra!» con una débil voz chillona, y a continuación se puso a llorar y sollozar a moco tendido. Otros intentaron entonar «Rule Britannia», mientras la mayoría permanecían sentados, débiles e inmóviles, mirando hacia las costas que no hace mucho tiempo habían imaginado no volver a ver jamás. Philip estaba en este último grupo; un poco apartado de los demás. Iba embozado en una enorme capa militar que le había regalado uno de sus oficiales; procedente de un clima templado, y en su lamentable estado de salud, encontraba helada la brisa de septiembre.

Mientras el barco aparecía en el muelle de Portsmouth, las banderolas de señales eran izadas por las cuerdas; la amada bandera de la Union Jack flotaba triunfante sobre todas. Desde el muelle respondieron a sus señales; a bordo todo fue trajín y preparativos para el atraque; mientras en tierra había un evidente movimiento de expectación, y se veía a hombres uniformados abriéndose paso hacia las primeras filas, como si poseyeran el derecho de recepción. Pertenecían al hospital del cuartel, al que le habían hecho señas, y acudían con camillas y otras señales de atención para los heridos y enfermos que regresaban al país por el que habían luchado y sufrido.

Con un embate y un fuerte balanceo, la embarcación alcanzó su lugar de destino, y quedó seguramente amarrada. Philip seguía sentado, inmóvil, casi como si nada tuviera que ver con los gritos de bienvenida, las bulliciosas atenciones, las instrucciones voceadas que llenaban el aire que le rodeaba y le perforaban los nervios. Pero alguien que estaba al mando dio la orden, y Philip, disciplinado para obedecer, se levantó para recoger su mochila y abandonar el barco. Aunque parecía pasivo, tenía preferencias en cuanto a sus camaradas; había sobre todo uno, un hombre que no podía ser más distinto de Philip, al que este siempre le había tenido apego; era un tipo alegre, de Somersetshire, que siempre estaba de buen humor, aunque Philip había oído decir a los médicos que ya no volvería a ser el que era antes de recibir un tiro en un costado. Este infante a menudo hacía reír a sus camaradas, y él también se carcajeaba de sus joviales bromas, hasta que le acometía tan terrible ataque de tos que aquellos que le rodeaban temían que se muriera en el paroxismo. Tras uno de esos ataques consiguió decir jadeando algunas palabras que impulsaron a Philip a hacerle algunas preguntas; resultó que en el pequeño y tranquilo pueblo de Potterne, tierra adentro, enclavado bajo las elevadas extensiones de la llanura de Salisbury, tenía mujer y una hija pequeña, justo de la misma edad, las mismas semanas incluso, que la pequeña Bella. Fue eso lo que a Philip le atrajo del hombre; y fue eso lo que hizo que Philip esperara para desembarcar con el pobre marino tísico.

Los amores de Sylvia - Elizabeth GaskellDonde viven las historias. Descúbrelo ahora