Aquella misma noche fue a verla Kester, quien llamó humildemente a la puerta de la cocina. Phoebe abrió. Kester pidió ver a Sylvia.
—No sé si podrás verla —dijo Phoebe—. No hay manera de hacerla salir; a veces quiere una cosa, y a veces otra.
—Me ha pedido que viniera a verla —dijo Kester—. Esta mañana, en el funeral de la señora, me dijo que viniera.
De modo que Phoebe fue a informar a Sylvia de que había llegado Kester; y regresó para decirle a este que esperara en la salita. Un momento después de ir allí, Phoebe le oyó volver y cerrar lentamente las dos puertas que separaban la cocina y la salita.
Sylvia estaba en la salita cuando Kester entró, con la niña en brazos; de hecho, ahora casi no se la dejaba a nadie, y hacía que el trabajo de Nancy fuera una sinecura, para indignación de Phoebe.
Sylvia tenía la cara encogida, blanca, demacrada; solo sus preciosos ojos conservaban aquella expresión juvenil, casi infantil. Se acercó a Kester y estrechó su mano callosa; ella misma temblaba de pies a cabeza.
—No me hables de ella —fue lo primero que le dijo—. No lo soportaría. Es una bendición para ella haberse ido, pero, oh...
Sylvia comenzó a llorar, pero enseguida se animó un poco y se tragó sus sollozos.
—Kester —prosiguió, hablando deprisa—, Charley Kinraid no está muerto, ¿lo sabías? Está vivo, y vino aquí el martes... no el lunes, creo. No me acuerdo, ¡pero estuvo aquí!
—Sabía que no había muerto. Todo el mundo lo comenta. Pero no sabía que le habías visto. Me consuela pensar que estabas con tu madre mientras él se hallaba en la ciudad.
—Entonces, ¿se ha marchado? —dijo Sylvia.
—Sí, se fue; hace días. Que yo sepa, solo se quedó una noche. Me dije (aunque puedes estar segura de que no se lo comenté a nadie): «Seguro que se ha enterado de que nuestra Sylvia se ha casado, ha encendido la pipa y se ha puesto a fumar».
—¡Kester! —dijo Sylvia, inclinándose hacia delante y susurrando—. Le vi. Estuvo aquí. Philip le vio. ¡Philip supo todo este tiempo que no había muerto!
Kester se puso repentinamente en pie.
—Por todos los santos, ese chico tiene mucho de lo que responder.
Un redondel rojo apareció en cada una de las mejillas blancas de Sylvia; y por unos momentos ninguno de los dos habló.
Fue ella quien rompió el silencio, hablando en un susurro.
—Kester, tengo más miedo del que me atrevo a confesar: ¿crees que le habrán encontrado? Solo de pensarlo me pongo enferma. Le dije a Philip lo que pensaba, y juré que no volvería a ser su mujer... pero sería horrible imaginar que Kinraid pueda haberle hecho algo. Sin embargo, se fue esa mañana, y no se ha vuelto a saber de él desde entonces; Kinraid se puso furioso contra él, y yo también, pero...
El redondel rojo se disipó cuando Sylvia se encaró con su propia imaginación.
Kester habló.
—Eso es algo muy fácil de investigar.
—El martes, el día que murió. Le vi en esta misma habitación aquella mañana, entre el desayuno y el almuerzo. Sería la una. Fue la misma mañana que Kinraid estuvo aquí.
—Iré a tomarme una pinta al King's Arms, en el muelle; fue allí donde se alojó Kinraid. Estoy seguro de que solo se quedó una noche, y se fue por la mañana temprano. Pero iré a ver.
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Los amores de Sylvia - Elizabeth Gaskell
Historical FictionEsta novela, quizá una de las más inolvidables de toda la narrativa victoriana, describe la historia de Sylvia Robson, una joven provinciana de la que se enamoran dos hombres de carácter antagónico: el comerciante Philip Hepburn y el arponero Charle...