6 - El funeral del marinero

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Moss Brow, la casa de los Corney, era un lugar muy desordenado e incómodo. Había que cruzar un sucio corral, lleno de charcos y estiércol, y subir unos peldaños para llegar a la puerta del cuarto de estar. En ese enorme aposento solía haber siempre ropa tendida junto al fuego, fuera cual fuese el día de la semana; pues algún miembro de esa familia tan poco corriente había hecho lo que en la zona se conocía como una «enjabonada», un lavado de unas cuantas prendas sin acordarse del día de colada. Y a veces esas mismas prendas podían encontrarse sucias y desparramadas por la cocina desordenada, que por un lado daba a una habitación que era medio sala y medio dormitorio, y por otro a una vaquería, que era el único sitio limpio de la casa. Nada más entrar uno se daba de bruces con la entrada a la trascocina, donde se llevaban a cabo la mayoría de las actividades. Sin embargo, a pesar de todo ese desorden, el lugar tenía un aspecto próspero; los Corney eran ricos a su manera, en rebaños y en niños, y para ellos ni la suciedad ni el perpetuo ajetreo provocado por el trabajo hecho sin la menor planificación les robaba comodidad. Era una familia de trato fácil y agradable; la señora Corney y sus hijas recibían con los brazos abiertos a todo el mundo fuera cual fuese la hora del día, y tanto les daba sentarse a chismorrear a la diez de la mañana como a las cinco de la tarde, aunque a la primera hora mencionada la sala estaba llena de trabajos de diversa índole que había que quitarse de en medio, mientras que a las cinco concluía ya el día, y las esposas e hijas de los granjeros estaban por lo general... «aseadas», se decía entonces, mientras que la palabra en boga ahora es «vestidas». Naturalmente, en esa casa Sylvia tenía todas las opciones de ser bien recibida. Era joven y hermosa, e inteligente, y traía siempre con ella una brisa fresca y agradable. Y además, Bell Robson la hacía ir con la cabeza tan alta que una visita de Sylvia se consideraba como un favor, pues su madre tampoco la permitía ir a cualquier parte.

—¡Siéntate, siéntate! —le gritó la señora Corney, quitando el polvo de una silla con el delantal—. Creo que Molly no tardará en aparecer. Ha ido un momento al huerto, a ver si encuentra alguna fruta que se haya caído para hacer un pastel para los chicos. Ahora les gusta comer pastel de manzana endulzado con melaza para cenar, con una buena costra bien dura, de esas que hay que masticar, y todavía no hemos recogido nuestras manzanas.

—Si Molly está en el huerto, iré a buscarla —dijo Sylvia.

—¡Bueno! Ya sé que vosotras dos tenéis vuestras conversaciones privadas; secretitos acerca de vuestros enamorados y cosas así —dijo la señora Corney con una mirada de complicidad que hizo que por un momento Sylvia la odiara—. No me he olvidado de cuando era joven. Ten cuidado, hay un charco lleno de barro justo al salir por la puerta de atrás.

Pero Sylvia ya estaba a más de medio camino del corral trasero —que estaba, si es posible, en peor estado que el de delante—, y ya había cruzado la puertecilla del huerto, que estaba lleno de viejos árboles retorcidos, cuyas cortezas se veían cubiertas de liquen gris, en el que el habilidoso pinzón construía su nido en primavera. Nadie había podado las ramas cancrosas, que seguían en el árbol y se añadían a la profusión de ramas que se entrelazaban en lo alto, aunque no a su productividad; la hierba crecía en largas matas, y estaba húmeda y enredada. Había una pasable cosecha de manzanas sonrosadas que aún colgaban de los árboles viejos y grises, y aquí y allá mostraban su color rojizo entre las protuberancias verdes de hierba sin recortar.

Por qué no recogían los frutos, que estaban evidentemente maduros, era algo que habría desconcertado a alguien que no conociera a la familia Corney; pero ellos siempre ponían en práctica una máxima, casi un precepto, «No hagas hoy lo que puedas hacer mañana», y en consecuencia las manzanas caían de los árboles a la menor racha de viento, y se quedaban pudriéndose en el suelo hasta que los «chicos» querían que les hicieran pastel de manzana para cenar.

Los amores de Sylvia - Elizabeth GaskellDonde viven las historias. Descúbrelo ahora