Coulson y Philip eran amigos, pero no íntimos. Jamás habían reñido, pero tampoco se tenían mucha confianza; lo cierto es que los dos eran personas reservadas y silenciosas, y probablemente se profesaban un respeto mutuo por su discreción.
En el corazón de Coulson había un sentimiento oculto que, en un individuo menos afable, habría engendrado aversión hacia Philip. Pero eso era algo de lo que este no se daba cuenta: no solían intercambiar muchas palabras en el dormitorio que los dos compartían.
Coulson le preguntó a Philip si lo había pasado bien en casa de los Corney, y este replicó:
—No mucho; esas fiestas no son de mi agrado.
—Y sin embargo no has asistido a la vigilia para ir allí.
No hubo respuesta; de modo que Coulson siguió hablando, como si fuera un deber impuesto, con la idea de no desaprovechar la ocasión: la primera que se le presentaba desde que el buen ministro metodista había advertido a su congregación de manera solemne que estuvieran atentos a las oportunidades que iba a brindarles el año que ahora comenzaba.
—Jonas Barclay nos ha dicho que los placeres del mundo son como las manzanas de Sodoma18, hermosas a la vista, pero harinosas al gusto.
Coulson, sabiamente, calló para que Philip se aplicara aquellas palabras. Pero lo único que hizo este fue echarse en la cama con un hondo suspiro.
—¿No vas a desvestirte? —dijo Coulson mientras se metía en la cama y se tapaba.
El silencio se prolongó. Philip no dijo nada, y Coulson pensó que se había dormido. Pero le sacaron de su primer sueño los sigilosos movimientos de Hepburn. Philip se lo había pensado mejor, y un tanto arrepentido por haberse mostrado tan hosco con Coulson, intentaba no hacer ruido mientras se desnudaba.
Pero no pudo dormir. Se reiteraban en su imaginación la cocina de los Corney y las escenas que habían ocurrido en ella, que pasaban ante sus ojos cerrados como una obra de teatro. De pronto, furioso ante esa tediosa y recurrente visión, los abrió, e intentó discernir los perfiles de la habitación y los muebles en la oscuridad. El techo blanco se inclinaba para encontrarse con las paredes encaladas, y contra estas destacaban las cuatro sillas de asiento de junco, el espejo que colgaba a un lado, el viejo cofre de roble labrado (era de su propiedad, tenía grabadas las iniciales de olvidados ancestros) que contenía su ropa; las cajas que pertenecían a Coulson, que dormía a pierna suelta en su cama, en el rincón opuesto de la estancia; la ventana de bisagras del techo, a través de la cual se veía perfectamente la nieve que cubría la empinada colina; y cuando llegó a ese punto en el catálogo de la habitación, cayó en un inquieto sueño febril, que duró dos o tres horas; y entonces se despertó sobresaltado, y con cierta desazón, aunque al principio no pudo recordar a qué obedecía.
Cuando evocó todo lo ocurrido la noche anterior, le impresionó más favorablemente que en el momento. La mañana, si no alegría, sí traía esperanza; y en cualquier caso, ya era hora de levantarse y ponerse en marcha, pues la luz de finales del invierno se deslizaba ya colina abajo, y sabía, aunque Coulson siguiera durmiendo, que era mucho más tarde de la hora a la que solían levantarse. Sin embargo, como era Año Nuevo, época de cierta licencia, Philip se apiadó de su compañero y no le despertó hasta que no estuvo ya listo para salir.
Con los zapatos en la mano, bajó silenciosamente las escaleras, pues desde el tramo superior pudo comprobar que ni Alice ni su hija habían bajado aún, pues los postigos de la cocina estaban cerrados. La señora Rose tenía la costumbre de levantarse temprano, y tenerlo todo limpio y resplandeciente para cuando bajaran sus inquilinos; pero también era cierto que, por lo general, se acostaba antes de las nueve, mientras que la noche anterior eran ya más de las doce cuando se retiró. Philip se puso a abrir los postigos, y a continuación intentó partir el carbón que estaba junto al fuego haciendo el menor ruido posible, pues le daban pena los que dormían, agotados. El hervidor estaba vacío, probablemente porque la señora Rose no había sido capaz de enfrentarse a la tormenta de la noche anterior y llevarlo hasta la bomba que había a la entrada del patio. Cuando Philip volvió de llenarlo, se encontró a Alice y a Hester en la cocina, donde se apresuraban en sus tareas para recuperar el tiempo perdido. A Hester se la veía atareada, y llamaba la atención con su vestido sujeto atrás con alfileres, y el pelo recogido bajo un gorro limpio de lino; pero Alice estaba furiosa consigo misma por haber dormido hasta tan tarde, y por esa y otras causas le habló desabridamente a Philip cuando este entró con los pies cubiertos de nieve y el hervidor lleno.
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Los amores de Sylvia - Elizabeth Gaskell
Historical FictionEsta novela, quizá una de las más inolvidables de toda la narrativa victoriana, describe la historia de Sylvia Robson, una joven provinciana de la que se enamoran dos hombres de carácter antagónico: el comerciante Philip Hepburn y el arponero Charle...