Sylvia se dejó caer sobre una butaca, los brazos inertes, la cara oculta. De vez en cuando un estremecimiento le recorría el cuerpo: no dejaba de hablar sola en voz baja, con incontinencia de palabras.
Philip estaba a su lado, inmóvil: no sabía si se daba cuenta de su presencia; de hecho, lo único que sabía era que él y ella habían roto para siempre; solo podía pensar en eso, que adormecía todo otro pensamiento.
Una vez más la pequeña gritó pidiendo lo que solo ella podía darle.
Sylvia se puso en pie, pero se tambaleó al intentar andar; sus ojos vidriosos se posaron sobre Philip cuando este, de manera instintiva, dio un paso para sostenerla. Pero los ojos de Sylvia no se iluminaron más que si hubiera visto a un extraño; ni siquiera se contrajeron de aversión. Otra figura ocupaba su mente, y veía a Philip igual que a esa mesa inanimada. Y esa manera de mirarlo le hirió más que cualquier signo de aversión.
La contempló subir pesadamente las escaleras y desaparecer; se sentó, sintiéndose de pronto extremadamente débil.
Se abrió la puerta que comunicaba la tienda y la salita. Eso fue lo primero que notó Philip; pero Phoebe, al volver del mercado, había entrado sin que él se diera cuenta con intención de llevarse las cosas del desayuno, y al ver que no las habían tocado, y sabiendo que Sylvia se había pasado la noche sentada junto a su madre, había vuelto a la cocina. Philip ni la había visto ni la había oído.
En aquel momento entró Coulson, asombrado de que Hepburn no hubiera aparecido por la tienda.
—¡Philip! ¿Qué te ocurre? ¡Tienes muy mala cara! —exclamó, muy alarmado ante el terrible aspecto de Philip—. ¿Cuál es el problema?
—¡Yo! —dijo Philip, serenándose lentamente—. ¿Por qué debería haber algún problema?
Su instinto, más veloz que su razón, quiso evitar que se notara su desdicha, y más aún tener que explicarse o que le compadecieran.
—Puede que no pase nada —dijo Coulson—, pero tienes cara de cadáver. ¡Temía que algo fuera mal, pues son más de las nueve y media y tú eres muy puntual!
Prácticamente mantuvo a Philip dentro de la tienda, mientras le vigilaba furtivamente, perplejo ante su extraño comportamiento.
También Hester observó la expresión descompuesta de la cara cenicienta de Philip, y sufrió por él; pero tras aquella primera mirada, que tanto le dijo, evitó observarle abiertamente. Solo una sombra apareció sobre su rostro dulce y sereno, y en un par de ocasiones suspiró para sí.
Era día de mercado, y la gente entraba y salía de la tienda con su provisión de chismorreos procedentes del campo o la ciudad, de la granja o del muelle.
Entre las últimas noticias, la más comentada fue el rescate del barco la noche anterior; y Philip no tardó en oír un nombre que le hizo prestar atención.
La patrona de una pequeña taberna frecuentada por marineros estaba hablando con Coulson.
—Había un marinero a bordo que conoció a Kinraid de vista, hace años, en Shields; y le llamó por su nombre antes de que los hubieran sacado del río. Y Kinraid no se dio aires, a pesar de su uniforme de teniente (¡y vaya, dicen que está muy guapo con él!); sino que le contó todo lo que le había pasado: que lo llevaron por fuerza a bordo de un buque de guerra, y que por su buena conducta le hicieron suboficial, o contramaestre o lo que sea.
Todos los clientes de la tienda estaban escuchando; solo Philip parecía concentrado doblando una tela para que no se le formara ninguna arruga; pero no se perdió una sílaba del relato de la buena mujer, la cual, complacida de tener cada vez más público, prosiguió con renovado vigor.
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Los amores de Sylvia - Elizabeth Gaskell
Historical FictionEsta novela, quizá una de las más inolvidables de toda la narrativa victoriana, describe la historia de Sylvia Robson, una joven provinciana de la que se enamoran dos hombres de carácter antagónico: el comerciante Philip Hepburn y el arponero Charle...